El avaro
[Teatro: Texto completo]
Molière
PERSONAJES
HARPAGÓN, padre de Cleanto y de Elisa y enamorado de Mariana
CLEANTO, hijo de Harpagón, amante de Mariana
ELISA, hija de Harpagón, amante de Valerio
VALERIO, hijo de Anselmo y amante de Elisa
MARIANA, amante de Cleanto y amada por Harpagón
ANSELMO, padre de Valerio y de Mariana
FROSINA, mujer intrigante
MAESE SIMÓN, corredor
MAESE SANTIAGO, cocinero y cochero de Harpagón
FLECHA, criado de Cleanto
DOÑA CLAUDIA, sirvienta de Harpagón
MIAJAVENA y MERLUZA, lacayos de Harpagón
EL COMISARIO y su ESCRIBIENTE
-----------------------------------------------------------------------------
La escena en París, en casa de Harpagón
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
VALERIO y ELISA
VALERIO. ¡Cómo, encantadora Elisa, os sentís melancólica después de las amables
seguridades que habéis tenido la bondad de darme sobre vuestra felicidad! Os veo
suspirar, ¡ay!, en medio de mi alegría. ¿Es que acaso lamentáis, decidme,
haberme hecho dichoso? ¿Y os arrepentís de esta promesa, a la que mi pasión ha
podido obligaros?
ELISA. No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me siento
movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza para
desear que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin me
causa inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.
VALERIO. ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido
conmigo?
ELISA. ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una
familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de
vuestro corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las
más de las veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente.
VALERIO. ¡Ah, no me hagáis el agravio de juzgarme por los demás! Creedme capaz
de todo, Elisa, menos de faltar a lo que os debo. Os amo en demasía para eso, y
mi amor por vos durará tanto como mi vida.
ELISA. ¡AH, Valerio! ¡Todos dicen lo mismo! Todos los hombres son semejantes por
sus palabras; y son tan sólo sus acciones las que los muestran diferentes.
VALERIO. Puesto que únicamente las acciones revelan lo que somos, esperad
entonces, al menos, a juzgar de mi corazón por ellas, y no queráis buscar
crímenes en los injustos temores de una enojosa previsión. No me asesinéis, os
lo ruego, con las sensibles acometidas de una sospecha ultrajante, y dadme
tiempo para convenceros, con mil y mil pruebas, de la honradez de mi pasión.
ELISA. ¡Ay! ¡Con qué facilidad se deja una persuadir por las personas a quienes
ama! Sí, Valerio; juzgo a vuestro corazón incapaz de engañarme. Creo que me
amáis con verdadero amor y que me seréis fiel; no quiero dudar de ello en modo
alguno, y limito mi pesar al temor de las censuras que puedan hacerme.
VALERIO. Mas ¿por qué esa inquietud?
ELISA. No tendría nada que temer si todo el mundo os viera con los ojos con que
os miro; y encuentro en vuestra persona motivos para hacer las cosas que por vos
hago. Mi corazón tiene en su defensa todo vuestro mérito, fortalecido por la
gratitud a que el Cielo me empeña con vos. Me represento en todo momento ese
peligro extraño que comenzó por enfrentarnos a nuestras mutuas miradas; esa
generosidad sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del
furor de las ondas; esos tiernos cuidados que me prodigasteis después de haberme
sacado del agua, y los homenajes asiduos de este ardiente amor que ni el tiempo
ni las dificultades han entibiado y que, haciéndoos olvidar padres y patria,
detiene vuestros pasos en estos lugares, mantiene aquí, en favor mío, vuestra
fortuna encubierta, y os obliga, para verme, a ocupar el puesto de criado de mi
padre. Todo esto produce en mí, sin duda, un efecto maravilloso, y ello basta a
mis ojos para justificar la promesa a que he consentido; mas no es suficiente,
tal vez, para justificarla ante los demás, y no estoy segura de que no
intervengan en mis sentimientos.
VALERIO. De todo cuanto habéis dicho, tan sólo por mi amor pretendo, con vos,
merecer algo; y en cuanto a los escrúpulos que sentís, vuestro propio padre os
justifica sobradamente ante todo el mundo; su excesiva avaricia y el modo
austero de vivir con sus hijos podrían autorizar cosas más extrañas. Perdonadme,
encantadora Elisa, si hablo así ante vos. Ya sabéis que a ese respecto no se
puede decir nada bueno. Mas, en fin, si puedo, como espero, encontrar a mis
padres, no nos costará mucho trabajo hacérnosle propicio. Espero noticias de
ellos con impaciencia, y yo mismo iré a buscarlas si tardan en llegar.
ELISA. ¡Ah, Valerio! No os mováis de aquí, os lo ruego, y pensad tan sólo en
situaros favorablemente en el ánimo de mi padre.
VALERIO. Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he debido
emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía y de
sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento a
diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y
veo que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus
ojos, con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y
aplaudir cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible
que sea la manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el
halago, y no hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar
cuando se lo sazona con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio
que realizo; mas cuando necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y
ya que no puede conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que
adulan, sino de los que quieren ser adulados.
ELISA. Mas ¿por qué intentáis conseguir también el apoyo de mi hermano, en caso
de que a la sirvienta se le ocurriera revelar nuestro secreto?
VALERIO. No se puede contentar a uno y a otro; y el espíritu del padre y del
hijo son tan opuestos, que es difícil concertar esas dos confianzas. Mas vos,
por vuestra parte, influid sobre vuestro hermano y servíos de la amistad que hay
entre vosotros dos para ponerle de nuestra parte. Aquí viene. Me retiro. Emplead
este tiempo en hablarle, y no le reveléis nuestro negocio sino lo que os parezca
oportuno.
ELISA. No sé si tendré fuerzas para hacerle esa confesión.
ESCENA II
CLEANTO y ELISA
CLEANTO. Me complace mucho encontraros sola, hermana mía, y ardía en deseos de
hablaros para descubriros un secreto.
ELISA. Heme dispuesta a escucharos, hermano. ¿Qué tenéis que decirme?
CLEANTO. Muchas cosas, hermana mía, envueltas en una palabra: amo.
ELISA. ¿Amáis?
CLEANTO. Sí, amo. Mas, antes de seguir, ya sé que dependo de un padre y que el
nombre de hijo me somete a sus voluntades; que no debemos empeñar nuestra
palabra sin el consentimiento de los que nos dieron la vida; que el Cielo les ha
hecho dueños de nuestros deseos, y que nos está ordenado no disponer de ellos
sino por su gobierno; que, al no hallarse influidos por ningún loco ardor, están
en disposición de errar bastante menos que nosotros y de ver mucho mejor lo que
nos conviene; que debe prestarse más crédito a las luces de su prudencia que a
la ceguera de nuestra pasión, y que el arrebato de la juventud nos arrastra, con
frecuencia, a enojosos precipicios. Os digo todo esto, hermana mía, para que no
os toméis el trabajo de decírmelo, ya que, en fin, mi amor no quiere oír nada, y
os ruego que no me reprendáis.
ELISA. ¿Os habéis comprometido, hermano mío, con la que amáis?
CLEANTO. No; mas estoy decidido a hacerlo, y os emplazo, una vez más, a que no
aleguéis razones para disuadirme de ello.
ELISA. ¿Soy, hermano, una persona tan rara?
CLEANTO. No, hermana mía; mas no amáis. Desconocéis la dulce violencia que
ejerce un tierno amor sobre nuestros corazones, y temo a vuestra cordura.
ELISA. ¡Ah, hermano mío! No hablemos de mi cordura; no hay nadie que no la
tenga, por lo menos, una vez en su vida; y si os abro mi corazón, quizá sea a
vuestros ojos mucho menos cuerda que vos.
CLEANTO. ¡Ah! Pluguiese al Cielo que vuestra alma, como la mía...
ELISA. Terminemos antes vuestro negocio y decidme quién es la que amáis.
CLEANTO. Una joven que habita desde hace poco en estos arrabales, y que parece
haber sido creada para enamorar a todos cuantos la ven. La Naturaleza, hermana
mía, no ha hecho nada más adorable, y me sentí embelesado desde el momento en
que la vi. Llámase Mariana y vive bajo el gobierno de una buena madre, que está
casi siempre enferma y por quien esta amable joven experimenta unos sentimientos
de cariño inimaginables. La sirve, la compadece y la consuela con una ternura
que conmovería vuestra alma. Se dedica con el aire más encantador del mundo a
las cosas que hace, y se ven brillar mil gracias en todas sus acciones, una
dulzura llena de hechizos, una bondad muy atrayente, una honestidad adorable,
una... ¡Ah, hermana mía, quisiera que la hubierais visto!
ELISA. Mucho veo ya, hermano mío, en las cosas que me decís; y para comprender
lo que es, me basta con que la améis.
CLEANTO. He descubierto secretamente que no están en muy buena posición, y que a
su discreta manera de vivir le es difícil atender a todas las necesidades con el
peculio que puedan tener. Figuraos, hermana mía, la dicha que puede existir en
rehacer la fortuna del ser amado, en aportar hábilmente algún pequeño socorro a
las modestas necesidades de una virtuosa familia, e imaginad el disgusto que
para mí representa ver que, por la avaricia de un padre, estoy en la
imposibilidad de gozar esa dicha y de dar a esta beldad alguna prueba de mi
amor.
ELISA. Sí; me imagino con bastante claridad cuál debe ser vuestro pesar.
CLEANTO. ¡Ah, hermana mía! Es mayor de lo que pudiera creerse, ya que..., en
fin, ¿cabe nada más cruel que ese riguroso ahorro que se realiza a costa
nuestra, que esta extraña sequedad en que se nos hace languidecer? ¡Eh! ¿De qué
nos servirá tener un caudal si no ha de llegar a nosotros hasta en la época en
que no estemos ya en edad de gozar de él, y si hasta para mantenerme tengo ahora
que entramparme por todos lados, si me veo obligado, lo mismo que vos, a
recurrir diariamente a los mercaderes para poder llevar unas ropas decentes? En
fin, he querido hablaros para que me ayudéis a sondear a mi padre sobre esos
sentimientos que me embargan, y si le encuentro opuesto a ellos, he decidido
marchar a otros lugares con esa amable persona a gozar de la suerte que el Cielo
quiera ofrecernos. Y con tal propósito hago buscar por todas partes dinero a
préstamo; y si vuestros negocios, hermana mía, son parecidos a los míos y ha de
oponerse nuestro padre a nuestros deseos, le abandonaremos ambos sin dilación y
nos libertaremos de esta tiranía en que nos tiene desde hace tanto tiempo su
avaricia insoportable.
ELISA. Verdad es que todos los días nos da más y más motivos para deplorar la
muerte de nuestra madre, y que...
CLEANTO. Oigo su voz; alejémonos un poco para terminar nuestra confidencia, y
uniremos después nuestras fuerzas para venir a atacar la crueldad de su ánimo.
ESCENA III
HARPAGÓN y FLECHA
HARPAGÓN. ¡Fuera de aquí al momento y que no se me replique! Vamos, toma el
pendingue de mi casa, gran maese fullero, verdadera carne de horca.
FLECHA. (Aparte.) No he visto nunca nada tan perverso como este maldito viejo; y
creo, con perdón, que tiene el demonio en el cuerpo.
HARPAGÓN. ¿Refunfuñas entre dientes?
FLECHA. ¿Por qué me echáis?
HARPAGÓN. ¿Vas a pedirme explicaciones tú, so bigardo? Sal de prisa, antes que
te acogote.
FLECHA. ¿Qué os he hecho?
HARPAGÓN. Pues me has hecho... desear que te marches.
FLECHA. Mi amo, vuestro hijo me ha ordenado esperarle.
HARPAGÓN. Vete a esperarle a la calle y no permanezcas en mi casa, plantado como
un poste, observando lo que pasa y aprovechándote de todo. No quiero tener
delante sin cesar un espía de mis negocios, un traidor cuyos condenados ojos
asedian todos mis actos, devoran lo que poseo y huronean por todos lados para
ver si hay algo que robar.
FLECHA. ¿Cómo diantre queréis que se las compongan para robaros? ¿Sois un hombre
robable cuando todo lo encerráis y estáis de centinela día y noche?
HARPAGÓN. Quiero encerrar lo que se me antoja y estar de centinela como me
plazca. ¿No hay soplones que se preocupan de lo que uno hace? (Bajo, aparte.)
Tiemblo por si habrá sospechado algo de mi dinero. (Alto.) ¿No eres tú de esos
hombres que corren el rumor de que tengo dinero en mi casa?
FLECHA. ¿Tenéis dinero escondido?
HARPAGÓN. No, pillo, no; no digo eso. (Aparte.) Me sofoca la rabia. (Alto.)
Pregunto si no vas por ahí haciendo correr maliciosamente el rumor de que lo
tengo.
FLECHA. ¡Eh! ¿Qué nos importa que lo tengáis o que no lo tengáis, si para
nosotros es lo mismo?
HARPAGÓN. (Levantando la mano para dar un bofetón a Flecha.) ¡Te las echas de
razonador! Ya te daré yo razonamiento en las orejas. Sal de aquí, repito.
FLECHA. ¡Bueno! Me marcharé.
HARPAGÓN. Espera. ¿No te llevas nada?
FLECHA. ¿Qué voy a llevarme?
HARPAGÓN. Anda, ven aquí que lo vea. Enséñame las manos.
FLECHA. Aquí están.
HARPAGÓN. Las otras.
FLECHA. ¿Las otras?
HARPAGÓN. Sí.
FLECHA. Aquí están.
HARPAGÓN. (Señalando las calzas de Flecha.) ¿No has metido nada ahí dentro?
FLECHA. Vedlo vos mismo.
HARPAGÓN. (Palpando las calzas de Flecha.) Estas anchas calzas son apropiadas
para convertirse en ocultadoras de las cosas robadas, y quisiera yo que hubieran
ahorcado a alguien por eso.
FLECHA. (Aparte.) ¡Ah, cómo se merecía un hombre así lo que teme! ¡Y qué gozo
tendría yo en robarle!
HARPAGÓN. ¿Eh?
FLECHA. ¿Cómo?
HARPAGÓN. ¿Qué hablas de robar?
FLECHA. Os decía que registraseis bien por todas partes para ver si os he
robado.
HARPAGÓN. Eso es lo que quiero hacer. (Harpagón registra los bolsillos de
Flecha.)
FLECHA. (Aparte.) ¡Mal haya la avaricia y los avarientos!
HARPAGÓN. ¿Cómo? ¿Qué dices?
FLECHA. ¿Qué digo?
HARPAGÓN. Sí. ¿Qué dices de avaricia y de avarientos?
FLECHA. Digo que mal haya la avaricia y los avarientos.
HARPAGÓN. ¿A quién te refieres?
FLECHA. A los avarientos.
HARPAGÓN. ¿Y quiénes son esos avarientos?
FLECHA. Unos ruines y unos miserables.
HARPAGÓN. Mas, ¿a quién te refieres?
FLECHA. ¿Por qué os preocupáis de ellos?
HARPAGÓN. Me preocupo de lo que debo.
FLECHA. ¿Creéis, acaso, que me refiero a vos?
HARPAGÓN. Creo lo que creo; mas quiero que me digas a quién hablas al decir eso.
FLECHA. Pues hablo..., hablo para mi capote.
HARPAGÓN. Y yo podría hablar para tu gorro.
FLECHA. ¿Vais a impedir que maldiga a los avarientos?
HARPAGÓN. No; mas te impediré cotorrear y ser insolente. Cállate.
FLECHA. Yo no nombro a nadie.
HARPAGÓN. Te apalearé si hablas.
FLECHA. A quien le pique, que se rasque.
HARPAGÓN. ¿Te callarás?
FLECHA. Sí, aunque me pese.
HARPAGÓN. ¡Ja, ja!
FLECHA. (Mostrando a Harpagón uno de los bolsillos de su ropilla.) Mirad: aquí
hay otro bolsillo. ¿Estáis satisfecho?
HARPAGÓN. Vamos, devuélvemelo sin registrarte.
FLECHA. ¿El qué?
HARPAGÓN. Lo que me has quitado.
FLECHA. Yo no os he quitado nada absolutamente.
HARPAGÓN. ¿De veras?
FLECHA. De veras.
HARPAGÓN. Adiós. Vete al diablo.
FLECHA. (Aparte.) Buena despedida.
HARPAGÓN. ¡A tu conciencia lo dejo cuando menos!
ESCENA IV
HARPAGÓN, solo
HARPAGÓN. Este bigardo de criado me molesta mucho; no me gusta nada ver a este
condenado cojitranco. En verdad, no es poco trabajo el de guardar en casa una
gran suma de dinero, y bienaventurados aquellos que tienen su caudal bien
colocado ¡y no conservan más que lo necesario para su gasto! Bastante trastorno
es éste de tener que inventar, en toda una casa, un escondite fiel; pues, por mi
parte, las cajas fuertes me resultan sospechosas, y no quiero nunca fiarme de
ellas. Me parece realmente un claro cebo para los ladrones, y es siempre lo
primero que éstos van a atacar.
ESCENA V
HARPAGÓN, ELISA y CLEANTO.
Hablando juntos,
permanecen en el fondo de la escena
HARPAGÓN. (Creyéndose solo.) Sin embargo, no sé si habré hecho bien enterrando
en mi jardín los diez mil escudos que me devolvieron ayer. Diez mil escudos de
oro en casa de uno son una suma bastante... (Aparte, al ver a Elisa y a Cleanto.)
¡Oh, cielos! ¿Me habré traicionado a mí mismo? ¡ Arrebatado por el furor, creo
que he hablado en voz alta al razonar a solas! (A Cleanto y a Elisa.) ¿Qué pasa?
CLEANTO. Nada, padre.
HARPAGÓN. ¿Hace mucho que estáis ahí?
ELISA. Acabamos de llegar.
HARPAGÓN. ¿Habéis oído?
CLEANTO. ¿El qué, padre mío?
HARPAGÓN. Eso...
ELISA. ¿Qué?
HARPAGÓN. Lo que acabo de decir.
CLEANTO. No.
HARPAGÓN. Sí tal.
ELISA. Perdonadme.
HARPAGÓN. Ya veo que habéis oído algunas palabras. Es que pensaba, en mi
interior, lo difícil que es hoy día encontrar dinero, y decía que dichoso el que
puede tener diez mil escudos en su casa.
CLEANTO. Vacilábamos en abordaros, temiendo interrumpiros.
HARPAGÓN. Me satisface deciros esto, para que no vayáis a tomar las cosas al
revés y a imaginaros que decía yo que tengo diez mil escudos.
CLEANTO. No nos metemos en vuestros negocios.
HARPAGÓN. ¡Pluguiera al Cielo que tuviese yo esos diez mil escudos!
CLEANTO. No creo.
HARPAGÓN. Sería un buen negocio para mí...
ELISA. Son cosas...
HARPAGÓN. Buena falta me harían.
CLEANTO. Yo creo que...
HARPAGÓN. Eso me arreglaría, en verdad.
ELISA. Sois...
HARPAGÓN. Y no me quejaría, como ahora, de que los tiempos son míseros.
CLEANTO. ¡Dios mío! ¡Padre, no tenéis motivos para quejaros, y ya se sabe que
poseéis bastante caudal!
HARPAGÓN. ¡Cómo! ¿Que tengo bastante caudal? Quienes lo digan mienten. No hay
nada más falso, y son unos bribones los que hacen correr todos esos rumores.
ELISA. No os encolericéis.
HARPAGÓN. Es singular que mis propios hijos me traicionen y se conviertan en
enemigos míos.
CLEANTO. ¿Es ser enemigo vuestro el decir que tenéis caudal?
HARPAGÓN. Sí. Tales discursos y los gastos que hacéis serán la causa de que uno
de estos días vengan a mi casa a cortarme el cuello, con la idea de que estoy
forrado de doblones.
CLEANTO. ¿Qué gran gasto hago yo?
HARPAGÓN. ¿Cuál? ¿Hay nada más escandaloso que ese suntuoso boato que paseáis
por la ciudad? Reñía ayer a vuestra hermana; mas hay algo peor. Esto sí que
clama al Cielo; y si se os despojase desde los pies a la cabeza, habría con ello
para constituir una buena renta. Ya os he dicho veinte veces, hijo mío, que
todas vuestras maneras me desagradan grandemente; sentís una afición desmedida a
echároslas de marqués, y para ir vestido así, preciso es que me robéis.
CLEANTO. ¡Eh! ¿Y cómo robaros?
HARPAGÓN. ¡Y qué sé yo! ¿De dónde sacáis para sostener el vestuario que lleváis?
CLEANTO. ¿Yo, padre mío? Es que juego, y, como soy muy afortunado, gasto en mí
todo el dinero que gano.
HARPAGÓN. Muy mal hecho. Si sois afortunado en el juego, deberíais sacar
provecho de ello y colocar a un interés decente el dinero que ganáis, a fin de
encontrároslo algún día. Quisiera yo saber, para no referirme a lo demás, de qué
sirven todas esas cintas con que vais cubierto de pies a cabeza y si media
docena de agujetas no bastan para sostener unas calzas. ¿Es muy necesario gastar
dinero en pelucas cuando pueden llevarse cabellos propios que no cuestan nada?
Apostaría a que en pelucas y cintas hay, por lo menos, veinte pistolas, y veinte
pistolas rentan al año dieciocho libras, seis sueldos y ocho denarios con sólo
colocarlas al doce por ciento.
CLEANTO. Tenéis razón.
HARPAGÓN. Dejemos eso y hablemos de otra cosa. (Sorprendiendo a Cleanto y a
Elisa, que se hacen señas.) ¡Eh! (Bajo, aparte.) Me parece que se hacen señas
uno a otro para robarme mi bolsa. (Alto.) ¿Qué quieren decir esos gestos?
ELISA. Dudamos mi hermano y yo en quién hablará primero; los dos tenemos algo
que deciros.
HARPAGÓN. Yo también tengo que deciros algo a los dos.
CLEANTO. Deseamos hablaros de matrimonio, padre.
HARPAGÓN. Y yo también quiero hablaros de matrimonio.
ELISA. ¡Ah, padre mío!
HARPAGÓN. ¿Por qué ese grito? ¿Es la palabra o la cosa lo que os atemoriza, hija
mía?
CLEANTO. El matrimonio puede atemorizarnos a los dos, de la manera que podéis
entenderlo, y tememos que nuestros sentimientos no estén de acuerdo con vuestra
elección.
HARPAGÓN. Un poco de paciencia; no os alarméis. Sé lo que os es necesario a los
dos, y no tendréis, ni uno ni otra, motivo de queja con lo que pretendo hacer; y
para empezar por este lado (a Cleanto), ¿habéis visto, decidme, una joven
llamada Mariana, que habita no lejos de aquí?
CLEANTO. Sí, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Y vos?
ELISA. He oído hablar de ella.
HARPAGÓN. ¿Cómo encontráis a esa joven, hijo mío?
CLEANTO. La encuentro encantadora.
HARPAGÓN. ¿Y su fisonomía?
CLEANTO. Muy honesta y llena de talento.
HARPAGÓN. ¿Su aspecto y sus maneras?
CLEANTO. Admirables, sin duda.
HARPAGÓN. ¿No creéis que una joven así merecería que se pensase en ella?
CLEANTO. Sí, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Y que sería un partido deseable?
CLEANTO. Muy deseable.
HARPAGÓN. ¿Que tiene aspecto de ser una buena esposa?
CLEANTO. Sin duda.
HARPAGÓN. ¿Y que se hallaría satisfecho con ella un marido?
CLEANTO. Seguramente.
HARPAGÓN. Hay una pequeña dificultad, y es que tengo miedo de que no se consiga
con ella todo el caudal que podría pretenderse.
CLEANTO. ¡Ah, padre mío! ¡No debe considerarse el caudal cuando se trata de
casarse con una persona honrada!
HARPAGÓN. Perdonadme, perdonadme. Mas lo que hay que decir es que si no se
encuentra con ella todo el caudal que se desea, puede uno intentar resarcirse en
otra cosa.
CLEANTO. Se comprende.
HARPAGÓN. En fin, me satisface ver que compartís mi opinión, pues su honesta
apostura y su bondad han conquistado mi alma, y estoy resuelto a casarme con
ella, con tal que posea algún caudal.
CLEANTO. ¿Eh?
HARPAGÓN. ¿Cómo?
CLEANTO. ¿Estáis resuelto, decís, a...?
HARPAGÓN. A casarme con Mariana.
CLEANTO. ¿Quién? ¿Vos, vos?
HARPAGÓN. ¡Sí, yo, yo, yo! ¿Qué quiere decir esto?
CLEANTO. Me acomete de pronto un vahído, y me retiro de aquí..
HARPAGÓN. No será nada; id pronto a beber un vaso de agua clara a la cocina.
ESCENA VI
HARPAGÓN y ELISA
HARPAGÓN. Ved estos donceles alfeñiques, que tienen el vigor de unas gallinas.
Esto es lo que he resuelto, hija mía, por mi parte. Respecto a tu hermano, le
destino cierta viuda de la que han venido a hablarme esta mañana, y en cuanto a
ti, te destino al señor Anselmo.
ELISA. ¿Al señor Anselmo?
HARPAGÓN. Sí; un hombre maduro, cuerdo y prudente, que no tiene más de cincuenta
años y cuyo caudal es muy alabado.
ELISA. (Haciendo una reverencia.) No quiero casarme, padre mío, si os place.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Y yo, hijita mía querida, quiero que os caséis, si
os place.
ELISA. (Haciendo una reverencia.) Os pido perdón, padre mío.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Os pido perdón, hija mía.
ELISA. Soy la humildísima servidora del señor Anselmo; pero (haciendo otra
reverencia), con vuestro permiso, no me casaré con él.
HARPAGÓN. Soy vuestro humildísimo servidor; pero (imitando a Elisa), os casaréis
con él esta noche.
ELISA. ¿Esta noche?
HARPAGÓN. Esta noche.
ELISA. (Haciendo otra reverencia.) No sucederá tal, padre mío.
HARPAGÓN. (Imitando a Elisa.) Sí sucederá tal, hija mía.
ELISA. No.
HARPAGÓN. Sí.
ELISA. Os digo que no.
HARPAGÓN. Os digo que sí.
ELISA. Es una cosa a la que no me obligaréis.
Harpagón. Es una cosa a la que te obligaré.
ELISA. Me mataré antes que casarme con semejante marido.
HARPAGÓN. No te matarás y será tu marido. ¡Qué osadía! ¿Se ha visto nunca a una
hija hablar así a su padre?
ELISA. ¿Y se ha visto nunca a un padre casar así a su hija?
HARPAGÓN. Es un partido del que no hay nada que decir, y apuesto a que todo el
mundo aprobará mi elección.
ELISA. Y yo apuesto a que no puede aprobarlo ninguna persona razonable.
HARPAGÓN. (Viendo a Valerio, desde lejos.) Aquí está Valerio. ¿Quieres que le
hagamos juez de este negocio?
ELISA. Accedo a ello.
HARPAGÓN. ¿Te atendrás a su juicio?
ELISA. Sí; pasaré por lo que él diga.
HARPAGÓN. Pues hecho.
ESCENA VII
VALERIO, HARPAGÓN y ELISA
HARPAGÓN. Ven aquí, Valerio. Te hemos elegido para que nos digas quién tiene
razón, si mi hija o yo.
VALERIO. Vos, señor, sin disputa.
HARPAGÓN. ¿Sabes de lo que hablamos?
VALERIO. No. Mas no podéis equivocaros, y toda la razón será vuestra.
HARPAGÓN. Quiero esta noche darle por esposo un hombre tan rico como probo, y la
pícara me dice en mis narices que no lo acepta. ¿Qué te parece?
VALERIO. ¿Qué me parece?
HARPAGÓN. Sí.
VALERIO. ¡Vaya, vaya!
HARPAGÓN. ¿Cómo?
VALERIO. Digo que, en el fondo, soy de vuestro parecer, y es imposible que no
tengáis razón. Aunque también no es ella culpable del todo y...
HARPAGÓN. ¿Cómo? El señor Anselmo es un partido notable; es un caballero noble,
tierno, sentado, probo, muy rico y a quien no le queda ningún hijo de su primer
matrimonio. ¿Qué mejor podría ella encontrar?
VALERIO. Eso es cierto. Mas ella podría deciros que es precipitar un poco las
cosas y que sería necesario cierto tiempo, al menos, para ver si su inclinación
puede avenirse con...
HARPAGÓN. Es una ocasión que hay que coger por los pelos. Encuentro en esto unas
ventajas que no encontraría por otra parte; y se compromete a tomarla sin
dote1...
VALERIO. ¿Sin dote?
HARPAGÓN. Sí.
VALERIO. ¡Ah! Entonces no digo nada. ¿Veis? Ésa es una razón absolutamente
convincente; hay que inclinarse ante ello.
HARPAGÓN. Es para mí un ahorro considerable.
VALERIO. Seguramente; es innegable. Verdad es que vuestra hija puede alegar que
el matrimonio es un negocio mucho más importante de lo que puede creerse; que va
en él la felicidad o la desdicha para toda la vida, y que un compromiso que ha
de durar hasta la muerte no debe efectuarse nunca sino con grandes precauciones.
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. Tenéis razón. Eso lo decide todo, ya se comprende. Hay gentes que
podrían deciros que, en tales ocasiones, el amor de una joven es cosa que debe
tenerse en cuenta y que esa gran diferencia de edad, de carácter y de
sentimientos hace un matrimonio propenso a incidentes muy enojosos.
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. ¡Ah! Bien sabemos que eso no admite réplica. ¿Quién diantres puede
oponerse a ello? No quiero decir que no existan muchos padres que prefieran
atender a la satisfacción de sus hijas más que al dinero que pudieran entregar;
que no quieren sacrificarlas al interés, y que procuran, más que nada, crear en
un matrimonio esa tierna conformidad que mantiene en él sin cesar el honor, la
tranquilidad y la alegría, y que...
HARPAGÓN. ¡Sin dote!
VALERIO. Es cierto; eso cierra la boca en absoluto. ¡Sin dote! ¡No hay modo de
resistir a tal razón!
HARPAGÓN. (Mirando hacia el jardín y aparte.) ¡Hola! Paréceme oír el ladrido de
un perro. ¿No estará amenazado mi dinero? (A Valerio.) No os mováis; vuelvo al
instante. (Vase.)
ESCENA VIII
ELISA y VALERIO
ELISA. ¿ Queréis chancearos2, Valerio, hablándole así?
VALERIO. Era para no enojarle y por lograr mejor éxito. Chocar de frente con su
criterio sería el medio de echarlo todo a perder, y existen ciertos espíritus
que sólo deben atacarse con rodeos; temperamentos enemigos de toda resistencia;
caracteres reacios a los que encocora la verdad, que se rebelan siempre contra
el camino recto de la razón y a los que sólo se puede llevar con rodeos a donde
quiere uno conducirlos. Fingid que accedéis a lo que él quiere; conseguiréis
mejor vuestro fin, y...
ELISA. Pero ¿y ese casamiento, Valerio?
VALERIO. Ya buscaremos medios para desbaratarlo.
ELISA. Mas ¿qué inventaremos, si ha de efectuarse esta noche?
VALERIO. Hay que solicitar un aplazamiento y fingir alguna enfermedad.
ELISA. Pero descubrirán el engaño si llaman a los médicos.
VALERIO. ¿Os chanceáis? ¿Es que los galenos saben algo? Vamos, vamos; con ellos
podéis tener la dolencia que os plazca; encontrarán razones para deciros de qué
proviene.
ESCENA IX
HARPAGÓN, ELISA y VALERIO
HARPAGÓN. (Aparte, al fondo de la escena.) No era nada, a Dios gracias.
VALERIO. (Sin ver a Harpagón.) En fin, nuestro último recurso es que la fuga
puede ponernos a cubierto de todo; y si vuestro amor, bella Elisa, es capaz de
tener entereza... (Viendo a Harpagón.) Sí; una hija tiene que obedecer a su
padre. No debe mirar cómo está hecho un marido; y cuando la gran razón de sin
dote coincide en ello, debe estar dispuesta a aceptar cuanto le den.
HARPAGÓN. ¡Bueno! ¡Eso es hablar bien!
VALERIO. Señor, os pido perdón si me acaloro un poco y tengo la osadía de
hablarle así.
HARPAGÓN. ¡Cómo! ¡Si eso me encanta y deseo que adquieras un influjo absoluto
sobre ella! (A Elisa.) Sí; aunque intentes huir, le concedo la autoridad que el
Cielo me da sobre ti y quiero que hagas todo cuanto él te diga.
VALERIO. (A Elisa.) Después de esto, ¡resistíos a mis amonestaciones!
ESCENA X
HARPAGÓN y VALERIO
VALERIO. Señor, voy a seguirla, para continuar con ella las lecciones que le
estaba dando.
HARPAGÓN. Sí; te quedaré agradecido. Realmente...
VALERIO. Es conveniente tirarle un poco de la brida.
HARPAGÓN. Ciertamente. Es preciso...
VALERIO. Nos os preocupéis. Creo que conseguiré dominarla.
HARPAGÓN. Hazlo, hazlo. Voy a dar una vueltecita por la ciudad y vuelvo en
seguida.
VALERIO. (Dirigiéndose a Elisa y marchándose por donde ella salió.) Sí; el
dinero es lo más preciado del mundo, y debéis dar gracias al Cielo por el digno
padre que os ha concedido. Él sabe lo que es vivir. Cuando se ofrece uno a tomar
a una joven sin dote, no se debe mirar más allá. Todo se encierra en eso; y sin
dote equivale a belleza, juventud, alcurnia, honor, sapiencia y probidad.
HARPAGÓN. ¡Ah, qué buen mozo! Eso es hablar como un oráculo. ¡Dichoso aquel que
puede tener un criado de este género!
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
CLEANTO y FLECHA
CLEANTO. ¡Ah, felón! ¿Dónde te has metido? ¿No te había yo mandado...?
FLECHA. Sí, señor, y he venido aquí para esperaros a pie firme; pero vuestro
señor padre, el más incivil de los hombres, me ha echado a la fuerza y he
corrido el riesgo de ser apaleado.
CLEANTO. ¿Cómo va vuestro negocio? Las cosas urgen más que nunca, y, después de
haberte visto, he descubierto que mi padre es mi rival.
FLECHA. ¿Vuestro padre enamorado?
CLEANTO. Sí, y me ha costado gran trabajo ocultarle la turbación que me ha
producido esa noticia.
FLECHA. ¡Él, dedicarse a amar! ¿En qué diablos piensa? ¿Se burla del mundo? ¿Y
se ha hecho el amor para gentes como él?
CLEANTO. Para castigo mío, se le ha metido en la cabeza esta pasión.
FLECHA. Mas ¿por qué razón le ocultáis vuestro amor?
CLEANTO. Para no suscitar sus sospechas y reservarme, en caso necesario, medios
más fáciles con los cuales desbaratar ese matrimonio. ¿Qué respuesta te han
dado?
FLECHA. A fe mía, señor, los que piden prestado son muy desgraciados; y hay que
soportar cosas extrañas cuando se ve uno obligado, como vos, a pasar por las
manos de unos usureros sin entrañas.
CLEANTO. ¿No se realizará el negocio?
FLECHA. Perdonad. Nuestro maese Simón, el corredor que nos han dado, hombre
activo y lleno de celo, dice que os ha tomado muy a pecho, y asegura que vuestra
sola cara ha conquistado su corazón.
CLEANTO. ¿Tendré los quince mil francos que pido?
FLECHA. Sí; mas con algunas pequeñas condiciones, que habréis de aceptar si
deseáis que las cosas se lleven a efecto.
CLEANTO. ¿Te ha hecho hablar con el que debe prestar dinero?
FLECHA. ¡Ah! Realmente, no es así. Pone él aún más cuidado que vos en ocultarse,
y son estos misterios mayores de lo que pensáis. No quiere en modo alguno decir
su nombre, y debe hoy reunirse con vos en una casa prestada, para informarse por
vuestra propia boca sobre vuestro caudal y vuestra familia; y no dudo que el
solo nombre de vuestro padre facilitará las cosas.
CLEANTO. Y, sobre todo, habiendo muerto nuestra madre, cuya herencia no pueden
quitarme.
FLECHA. He aquí algunas cláusulas que él mismo ha dictado a nuestro
intermediario para que os sean enseñadas antes de hacer nada: «Supuesto que el
prestamista confirme todas sus garantías y que el prestatario sea mayor de edad
y de una familia con caudal amplio, sólido, asegurado, claro y libre de toda
traba, se extenderá un acta auténtica y exacta ante un notario que sea lo más
honrado posible, y el cual, para esos efectos, será escogido por el prestamista,
a quien interesa más que esa acta esté debidamente redactada.»
CLEANTO. Nada hay que decir a esto.
FLECHA. «El prestamista, para no cargar su conciencia con ningún escrúpulo,
pretende no dar su dinero más que al cinco y medio por ciento.»
CLEANTO. ¿Al cinco y medio? ¡Pardiez! Eso es honrado. No puede uno quejarse.
FLECHA. Es cierto. «Mas como el mencionado prestamista no tiene en su casa la
suma de que se trata, y, para complacer al prestatario, se ve obligado él
también a pedirla prestada a otro, sobre la base del veinte por ciento,
convendrá que el referido primero prestatario abone ese interés, sin perjuicio
del resto, considerando que sólo por complacerle el susodicho prestamista se
compromete a ese préstamo.»
CLEANTO. ¡Cómo, diablo! ¿Quién es ese árabe? Así resulta más del veinticinco por
ciento.
FLECHA. Es cierto, y así lo he dicho. Tenéis que pensarlo.
CLEANTO. ¿Qué quieres que piense? Necesito dinero, y tengo que acceder a todo.
FLECHA. Ésa ha sido mi respuesta.
CLEANTO. ¿Hay algo más?
FLECHA. Escuchad. Se trata sólo de una pequeña cláusula: «De los quince mil
francos solicitados, el prestamista no podrá entregar en dinero más que unas
doce mil libras; y para los mil escudos restantes tendrá el prestatario que
aceptar las ropas de vestir y de la casa, y las joyas, cuyo inventario va a
continuación, y que el referido prestamista ha justipreciado, de buena fe, en el
precio más módico que le ha sido posible.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Escuchad el inventario: «Primeramente, un lecho de cuatro patas con
cenefas de punto de Hungría, sobrepuestas con gran primor sobre una sábana color
aceituna, con seis sillas y el cobertor de lo mismo; todo ello bien dispuesto y
forrado de tafetán tornasolado rojo y azul. Más un dosel de cola, de buena sarga
de Aumale, rosa seco, con el fleco y los galones de seda.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Esperad: «Más un tapiz de los Amores de Gambaud y Macea. Más una gran
mesa de nogal, de doce columnas o pilares torneados, que se alarga por los dos
extremos, provista, además, de sus seis escabeles.»
CLEANTO. ¿Con quién trato, pardiez?
FLECHA. Tened paciencia. «Más tres grandes mosquetes guarnecidos de nácar de
perlas, con las horquillas correspondientes haciendo juego. Más un horno de
ladrillo, con dos retortas y tres recipientes, muy útiles para los aficionados a
destilar.»
CLEANTO. ¡Me sofoca la rabia!
FLECHA. Calma. «Más un laúd de Bolonia, provisto de todas sus cuerdas o poco
menos. Más un juego de boliches y un tablero para damas con un juego de la oca,
modernizado desde los griegos, muy apropiado para pasar el tiempo cuando no se
tiene nada que hacer. Más una piel de lagarto de tres pies y medio, rellena de
heno, curiosidad agradable para colgar del techo de una estancia. Todo lo
mencionado anteriormente vale honradamente más de cuatro mil quinientas libras,
y queda rebajado a la suma de mil escudos, por consideración del prestamista.»
CLEANTO. ¡Que se lleve el diablo con su consideración a ese traidor y verdugo! ¿Hase
visto jamás usura semejante? Y, no contento con el enorme interés que exige,
¿quiere aún obligarme a aceptar por tres mil libras las inútiles antiguallas que
ha recogido? No sacaré ni doscientos escudos por todo eso, y, sin embargo, tengo
que pasar por lo que quiere, pues está en situación de hacérmelo aceptar todo y
me pone, el bandido, el puñal en el cuello.
FLECHA. Os veo, señor, aunque ello os desagrade, tomar el mismo camino que
seguía Panurgo para arruinarse, tomando dinero anticipado, comprando caro,
vendiendo barato y dilapidando su hacienda por adelantado.
CLEANTO. ¿Y qué quieres que le haga? A esto se ven reducidos los jóvenes de hoy
por la maldita avaricia de los padres, ¡y luego se extrañan de que los hijos
deseen su muerte!
FLECHA. Hay que confesar que el vuestro irritaría con su ruindad al hombre más
prudente del mundo. No tengo, a Dios gracias, inclinaciones muy patibularias, y
entre mis compañeros, a los que veo entremeterse en muchos pequeños comercios,
sé zafarme hábilmente y apartarme de todas las galanterías que huelen levemente
a horca; mas, a deciros verdad, me daría, con sus procedimientos, tentaciones de
robarle; y creería, al hacerlo, que realizaba una acción meritoria.
CLEANTO. Trae acá ese inventario, que lo vuelva a leer.
ESCENA II
HARPAGÓN, MAESE SIMÓN, CLEANTO y FLECHA al fondo de la escena
MAESE SIMÓN. Sí, señor; es un joven que necesita dinero; sus negocios le
apremian a encontrarlo, y pasará por todo cuanto le prescribáis.
HARPAGÓN. Pero ¿creéis, maese Simón, que no se corre ningún riesgo? ¿Y sabéis el
nombre, los bienes y la familia de ese por quien habláis?
MAESE SIMÓN. No; no puedo informaros de ello muy a fondo, y sólo por casualidad
me han dirigido a él; mas él mismo os lo aclarará todo, y su presentador me ha
asegurado que os satisfará conocerle. Todo cuanto puedo deciros es que su
familia es muy rica, que él no tiene ya madre y que os garantiza, si queréis,
que su padre morirá antes de ocho meses.
HARPAGÓN. Eso ya es algo. La caridad, maese Simón, nos obliga a complacer a las
personas cuando nos es posible.
MAESE SIMÓN. Eso ya se sabe.
FLECHA. (Bajo, a Cleanto, al reconocer a maese Simón.) ¿Qué quiere decir esto?
¡Nuestro maese Simón hablando con vuestro padre!
CLEANTO. (Bajo, a Flecha.) ¿Le habrán dicho quién soy? ¿Y estarás tú aquí para
traicionarme?
MAESE SIMÓN. ¡Ah, ah! ¡Buena prisa tenéis! ¿Quién os ha dicho que era aquí? (A Harpagón.)
No he sido yo, señor, al menos, quien les ha revelado vuestro nombre
y casa; mas, a mi juicio, no hay gran daño en esto; son personas discretas, y
podéis explicaros aquí reunidos.
HARPAGÓN. ¡Cómo!
MAESE SIMÓN. (Señalando a Cleanto.) El señor es la persona que quiere pediros
prestadas las quince mil libras de que os he hablado.
HARPAGÓN. ¡Cómo, bigardo! ¿Eres tú quien te entregas a estos ocultos extremos?
CLEANTO. ¡Cómo, padre mío! ¿Sois vos quien realizáis estas acciones vergonzosas?
(Maese Simón huye y Flecha va a esconderse.)
ESCENA III
HARPAGÓN y CLEANTO
HARPAGÓN. ¿Y eres tú el que quiere arruinarse con préstamos tan condenables?
CLEANTO. ¿Y sois vos el que procuráis enriqueceros con tan criminales usuras?
HARPAGÓN. ¿Te atreves, después de esto, a aparecer ante mí?
CLEANTO. ¿Y vos os atrevéis, después de esto, a presentaros ante los ojos del
mundo?
HARPAGÓN. ¿No te avergüenza, di, llegar a estos excesos, lanzarte a gastos
espantosos y llevar a cabo un afrentoso derroche del caudal que tus padres te
han reunido con tantos sudores?
CLEANTO. ¿Y no os sonroja deshonrar vuestro linaje con las especulaciones que
hacéis, sacrificar gloria y reputación al deseo insaciable de amontonar escudo
sobre escudo, superando, en lo tocante a interés, las más infames sutilezas que
hayan inventado nunca los más famosos usureros?
HARPAGÓN. ¡Quítate de mi vista, bergante; quítate de mi vista!
CLEANTO. ¿Quién es más criminal a vuestro juicio: el que adquiere un dinero que
necesita o el que roba un dinero que no le hace falta?
HARPAGÓN. Vete, te digo, y no me hagas perder los estribos. (Solo.) No me enoja
esta aventura, y me servirá de advertencia para estar más alerta que nunca ante
todos sus actos.
ESCENA IV
FROSINA y HARPAGÓN
FROSINA. Señor...
HARPAGÓN. Esperad un momento. Volveré para hablaros. (Aparte.) Es conveniente
que dé una vueltecita en torno a mi dinero.
ESCENA V
FLECHA y FROSINA
FLECHA. (Sin ver a Frosina.) ¡Es muy chusca la aventura! Debe de tener en alguna
parte un gran almacén de ropas, pues no hemos reconocido nada en el inventario
que tenemos.
FROSINA. ¡Ah, mi pobre Flecha! ¿A qué se debe este encuentro?
FLECHA. ¡Ah, ah! ¿Eres tú, Frosina? ¿Qué vienes a hacer aquí?
FROSINA. Lo que hago en todas partes: entremeterme en asuntos, hacerme servicial
a la gente y sacar el mejor provecho que me es posible de las pequeñas aptitudes
que pueda yo poseer. Ya sabes que en este mundo hay que vivir con habilidad, y
que a las personas como yo el Cielo no nos ha dado más renta que la intriga y el
ingenio.
FLECHA. ¿Tienes algún negocio con el amo de la casa?
FROSINA. Sí. Intervengo por él en cierto negocio, del que espero lograr una
recompensa.
FLECHA. ¿A él? ¡Ah! A fe mía, bien lista serás si le sacas algo; y te advierto
que el dinero, aquí dentro, es carísimo.
FROSINA. Hay ciertos servicios que se pagan maravillosamente.
FLECHA. Soy criado suyo, y no conoces todavía al señor Harpagón. El señor
Harpagón es, de todos los humanos, el menos humano; de todos los mortales el más
duro y el más avaro. No hay servicio que incite su gratitud hasta hacerle abrir
la mano. Alabanzas, aprecio, benevolencia de palabra y amistad, todo lo que
queráis; mas dinero, en absoluto. No hay nada más seco y más árido que su buena
acogida y sus arrumacos, y dar es una palabra por la que siente tal aversión,
que no dice nunca: os doy, sino os presto los buenos días.
FROSINA. ¡Dios mío! Conozco el arte de sonsacar dinero a los hombres; poseo el
secreto de lograr su cariño, cosquillear sus corazones y encontrar los puntos
por donde son vulnerables.
FLECHA. ¡Bagatelas en este vaso! Te desafío a que enternezcas, por el lado del
dinero, al hombre de que se trata. Es un ser inflexible en eso; de una dureza
que desespera a todo el mundo; y ya puede uno reventar, que él no se conmueve.
En una palabra: ama al dinero más que a la reputación, al honor y a la virtud, y
sólo la vista de un pedigüeño le produce convulsiones. Es herirle en su sitio
mortal; es atravesarle el corazón, arrancarle las entrañas; y si... Mas aquí
vuelve; me retiro.
ESCENA VI
HARPAGÓN y FROSINA
HARPAGÓN. (Bajo.) Todo marcha como es debido. (Alto.) ¿Qué hay, Frosina?
FROSINA. ¡Ah, Dios mío! ¡Qué bien estáis, y qué cara más saludable que tenéis!
HARPAGÓN. ¿Quién, yo?
FROSINA. No he visto nunca un cutis tan lozano y saludable.
HARPAGÓN. ¿De veras?
FROSINA. ¡Cómo! No habéis estado jamás en vuestra vida tan joven como ahora, y
veo mozos de veinticinco años más viejos que vos.
HARPAGÓN. Sin embargo, Frosina, tengo sesenta bien cumplidos.
FROSINA. ¿Y qué? ¿Qué son sesenta años? ¡Vaya una cosa! Es la flor de la edad, y
entráis ahora en la más bella época del hombre.
HARPAGÓN. Es cierto; pero veinte años menos, sin embargo, no me perjudicarían,
creo yo.
FROSINA. ¿Os burláis? No necesitáis eso, y sois de una madera como para vivir
hasta los cien años.
HARPAGÓN. ¿Lo creéis así?
FROSINA. Con seguridad. Tenéis todos los indicios de ello. Erguíos. ¡Oh! Ahí
está, entre vuestros ojos, una señal de larga vida.
HARPAGÓN. ¿Eres entendida en eso?
FROSINA. Sin duda. Mostradme vuestra mano. ¡Ah, Dios mío, qué línea de vida!
HARPAGÓN. ¿Cómo?
FROSINA. ¿No veis hasta dónde llega esta línea?
HARPAGÓN. ¿Y qué quiere decir eso?
FROSINA. A fe mía, he dicho cien años; pero ¡si vais a pasar de los ciento
veinte!
HARPAGÓN. ¿Es posible?
FROSINA. Habrá que mataros, digo, y enterraréis a vuestros hijos y a los hijos
de vuestros hijos.
HARPAGÓN. ¡Tanto mejor...! ¿Cómo marcha nuestro negocio?
FROSINA. ¿Es necesario preguntarlo? ¿E intervengo yo en algo que no alcance
éxito? Tengo, para los casamientos sobre todo, un talento especial; no hay
partido en el mundo que no encuentre yo medio de emparejar en poco tiempo, y
creo que, si se me metiera en la cabeza, casaría al Gran Turco con la República
de Venecia. No había, indudablemente, grandes dificultades en este negocio. Como
tengo trato con ellas, las he hablado a ambas a fondo de vos, y he dicho a la
madre la pasión que habéis concebido por Mariana al verla pasar por la calle y
tomar el aire en su ventana.
HARPAGÓN. .¿Y qué ha contestado?
FROSINA. Ha recibido la proposición con alegría, y cuando la he manifestado que
deseabais grandemente que su hija asistiera esta noche al contrato de esponsales
que debe firmarse para la vuestra, ha accedido ella gustosa y me la ha confiado
para eso.
HARPAGÓN. Es que me veo obligado, Frosina, a dar de cenar al señor Anselmo, y me
alegraría mucho que participase ella del festín.
FROSINA. Tenéis razón. Debe ella, después de comer, visitar a vuestra hija, y
desde aquí tiene el propósito de dar una vuelta por la feria, para venir luego a
la cena.
HARPAGÓN.. Pues bien: irán juntas en mi carroza, que les prestaré.
FROSINA. Eso le parecerá muy bien.
HARPAGÓN. Pero, Frosina, ¿has hablado a la madre respecto a la dote que pueda
dar a su hija? ¿Le has dicho que era necesario que ayudase un poco, que hiciese
algún esfuerzo, que se exprimiera en una ocasión como ésta? Porque, eso sí, no
se puede uno casar con una joven sin que aporte algo.
FROSINA. ¡Cómo! Es una joven que os aportará doce mil libras de renta.
HARPAGÓN. ¡Doce mil libras de renta!
FROSINA. Sí. Ante todo, está alimentada y educada con un gran ahorro de
estómago. Es una joven acostumbrada a vivir de ensalada, de leche, de queso y
manzanas, y que no necesitará, por consiguiente, ni mesa bien servida, ni caldos
exquisitos, ni cebadas mondadas constantes, ni las demás delicadas fruslerías
que requeriría cualquier otra mujer; y esto no representa tan poco que no
ascienda todos los años a tres mil francos, por lo menos. Aparte de esto, sólo
le preocupa un aseo muy sencillo y no le gustan los vestidos costosos, ni las
ricas joyas, ni los muebles suntuosos, a los que tan apasionadamente aficionadas
son las de su sexo; y este capítulo equivale a más de cuatro mil libras al año.
Además, siente una aversión horrible por el juego, lo cual no es corriente en
las mujeres de hoy; y conozco a una de nuestro barrio que ha perdido al treinta
y cuarenta veinte mil francos este año. Mas no contemos sino la cuarta parte.
Cinco mil francos al juego, por año, y cuatro mil en vestidos y joyas, suman
nueve mil libras; y poniendo mil escudos para la comida, ¿no tenéis ahora los
doce mil francos contantes y sonantes, al año?
HARPAGÓN. Sí; no está mal; mas esa cuenta no tiene nada de real.
FROSINA. Perdonadme. ¿No es algo real aportaros en matrimonio una gran
sobriedad, la herencia de un gran afán por la sencillez del atavío y la
adquisición de un gran caudal de odio al juego?
HARPAGÓN. Es una chanza querer formar su dote con todos los gastos que ella no
hará. No voy a dar recibo de lo que no me han dado, y tengo que percibir algo.
FROSINA. ¡Dios mío! Ya percibiréis bastante; y ellas me han hablado de cierto
lugar donde tienen bienes, que pasarán a ser vuestros.
HARPAGÓN. Habrá que verlo. Pero queda, Frosina, otra cosa que me inquieta. La
moza es joven, como ves, y las jóvenes, generalmente, sólo aman a los de su edad
y buscan únicamente su compañía; temo que un hombre de mi edad no sea de su
gusto y que esto ocasione en mi casa ciertos pequeños desórdenes que no me
convendrían.
FROSINA. ¡Ah, qué mal la conocéis! Ésa es otra particularidad que pensaba
deciros. Tiene una aversión espantosa por todos los jóvenes, y sólo siente amor
por los viejos.
HARPAGÓN. ¿Ella?
FROSINA. Sí, ella. Quisiera que la hubierais oído hablar acerca de eso. No puede
soportar en absoluto la vista de un joven, pero siente el mayor encanto, dice
ella, cuando logra ver a un apuesto viejo con una barba majestuosa. Los más
viejos son para ella los más seductores, y os aconsejo que no os hagáis con ella
más joven de lo que sois. Quiere, cuando menos, que sea uno sexagenario; y no
hace todavía cuatro meses, estando a punto de casarse, rompió el compromiso
matrimonial porque descubrió que su amante sólo contaba cincuenta y seis años y
no usó antiparras3 para firmar el contrato.
HARPAGÓN. ¿Por eso tan sólo?
FROSINA. Sí. Dijo que a ella no le satisfacían cincuenta y seis años solamente,
y que le agradaban, sobre todo, las narices que sostenían anteojos.
HARPAGÓN. En verdad, me dices una cosa muy nueva.
FROSINA. Eso va más allá de lo que os pudiera decir. Tiene en su cuarto algunos
cuadros y estampas; mas ¿qué creéis que son: Adonis, Céfalo, Paris y Apolo? No.
Bellos retratos de Saturno, del rey Príamo, del anciano Néstor y del buen padre
Anquises, a hombros de su hijo.
HARPAGÓN. ¡Es admirable! No lo hubiera imaginado nunca; y me satisface mucho
saber que es así su carácter. En efecto: de haber sido yo mujer, no me hubieran
gustado los jóvenes.
FROSINA. Lo creo. ¡Linda cosa para amarlos! ¡Son unos mocosos, unos presumidos,
para sentir antojos por ellos! ¡Y me gustaría saber qué atractivo pueden
ofrecer!
HARPAGÓN. Yo, por mi parte, no los comprendo en absoluto, y no sé cómo hay
mujeres que los aman tanto.
FROSINA. Hay que estar loca de remate. Encontrar amable a la juventud, ¿es tener
juicio? ¿Son hombres unos boquirrubios y puede sentirse apego por esos animales?
HARPAGÓN. Es lo que digo yo todos los días: ¡con su voz feble, sus tres pelos de
barba levantados como los de un gato, sus pelucas de estopa, sus calzas caídas y
sus estómagos desarreglados!
FROSINA. ¡Eh! ¡Bien formados resultan junto a una persona como vos! Vos sois un
hombre de verdad, que recrea la vista, y hay que estar hecho y vestido así para
engendrar amor.
HARPAGÓN. ¿Me encuentras bien?
FROSINA. ¡Cómo! Embelesáis, y vuestro rostro es digno de ser pintado. Volveos un
poco, por favor. No puede haber nada mejor. Que os vea andar. He aquí un cuerpo
modelado, libre y desenvuelto como es debido y que no altera dolencia alguna.
HARPAGÓN. No padezco ninguna grave, a Dios gracias. Tan sólo mi fluxión me ataca
de cuando en cuando.
FROSINA. ¡Ah, eso no es nada! Vuestra fluxión no os sienta mal, y toséis con
gracia.
HARPAGÓN. Y, dime: ¿Mariana no me ha visto aún? ¿No se ha fijado en mí al pasar?
FROSINA. No; mas hemos hablado mucho de vos. Le he hecho un retrato de vuestra
persona, y no he dejado de alabarle vuestro mérito y lo beneficioso que para
ella sería tener un marido como vos.
HARPAGÓN. Has hecho bien, y te lo agradezco.
FROSINA. Quisiera, señor, haceros un pequeño ruego. Tengo un pleito y estoy a
punto de perder por falta de algún dinero (Harpagón adopta un aire serio.), y
podríais fácilmente proporcionarme la ganancia de este pleito si tuvierais
alguna bondad conmigo. No os podéis imaginar el placer que tendrá ella en veros.
(Harpagón recobra su aire alegre.) ¡ Ah, cómo le gustaréis! ¡Vuestra gorguera a
la antigua producirá un efecto admirable sobre su ánimo! Mas, sobre todo, le
encantarán vuestras calzas atadas a la ropilla con cordones. Es para volverla
loca por vos; y un amante acordonado así será para ella un incentivo
maravilloso.
HARPAGÓN. En verdad, me encantas diciéndome esto.
FROSINA. Os aseguro, señor, que el resultado de este pleito es para mí decisivo.
(Harpagón recobra su aire serio.) Estoy arruinada si lo pierdo; y una pequeña
ayuda reharía mis negocios. Quisiera yo que hubierais visto el embeleso en que
se hallaba oyéndome hablar de vos. (Harpagón recobra su aire alegre.) La dicha
estalla en sus ojos ante el relato de vuestras cualidades; y la he dejado con
una impaciencia suma al ver ese casamiento enteramente concertado.
HARPAGÓN. Me has dado un gran placer, Frosina, y te debo, lo confieso, todas las
gratitudes del mundo.
FROSINA. Os ruego, señor, que me entreguéis el pequeño socorro que os pido. (Harpagón
recobra de nuevo su aire serio.) Esto me repondrá y os quedaré eternamente
agradecida.
HARPAGÓN. Adiós; voy a terminar mi correspondencia.
FROSINA. Os aseguro, señor, que no podríais socorrerme en una mayor necesidad.
HARPAGÓN. Ordenaré que mi carroza esté preparada para llevaros a la fiesta.
FROSINA. No os importunaría si no me viese obligada a ello por la necesidad.
HARPAGÓN. Y cuidaré de que se cene temprano para que no os sintáis desfallecida.
FROSINA. No me neguéis el favor que os pido. No os podéis imaginar, señor, el
gran placer que...
HARPAGÓN. Me voy. Ahora me llaman. Hasta luego.
FROSINA. (Sola.) ¡Que te den unas fiebres, maldito perro de todos los diablos!
El muy avaro se ha cerrado a todos mis ataques; mas no hay que abandonar, sin
embargo, la negociación; me queda la otra parte, en último caso, de donde estoy
segura que sacaré una buena recompensa.
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
HARPAGÓN, CLEANTO, ELISA, VALERIO, DOÑA CLAUDIA, con una escoba; MAESE SANTIAGO,
MERLUZA y MIAJAVENA
HARPAGÓN. Vamos, venid aquí todos que os comunique mis órdenes para luego y
señale a cada cual su cometido. Acercaos, doña Claudia, y empecemos por vos.
Bien; héteos ya con las armas en la mano. Os recomiendo el trabajo de limpiar
por todas partes, y, sobre todo, tened cuidado de no frotar los muebles con
demasiada fuerza, por miedo a desgastarlos. Además de eso, os encargo que
administréis las botellas durante la cena; y si se extravía alguna o se rompe
algo, os haré responsables de ello y lo descontaré de vuestro salario.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) Hábil castigo.
HARPAGÓN. (A doña Claudia.) Idos.
ESCENA II
Los mismos, menos DOÑA CLAUDIA
HARPAGÓN. A vos, Miajavena, y a vos, Merluza, os encargo de lavar los vasos y de
servir de beber; mas sólo cuando tengan sed y no siguiendo la costumbre de
ciertos lacayos impertinentes, que van a provocar a las gentes avisándolas de
que beban cuando no pensaban hacerlo. Esperad a que os lo pidan más de una vez y
acordaos de servir siempre mucha agua.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) Sí; el vino puro se sube a la cabeza.
MERLUZA. ¿Nos quitamos los casacones de cuadra?
HARPAGÓN. Si; cuando veáis llegar a las personas, y guardaos mucho de deteriorar
vuestros trajes.
MIAJAVENA. Ya sabéis, señor, que uno de los delanteros de mi ropilla tiene una
gran mancha de aceite de la lámpara.
MERLUZA. Y que yo, señor, tengo mis calzas rotas por detrás y que se me ve,
dicho sea con vuestra licencia...
HARPAGÓN. (A Merluza.) ¡Basta! Colocaos hábilmente contra la pared y mostraos
siempre de frente. (A Miajavena, enseñándole cómo debe colocar su sombrero
delante de su ropilla para tapar la mancha de aceite.) Y vos, sostened así
vuestro sombrero cuando sirváis.
ESCENA III
HARPAGÓN, CLEANTO, ELISA, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. En cuanto a vos, hija mía, no perdáis de vista lo que se retire de la
mesa y tened cuidado de que no haya ningún estropicio. Esto corresponde a las
hijas. Mas, entretanto, preparaos a recibir bien a mi dueña, que debe venir a
visitaros y a llevaros con ella a la feria. ¿Entendéis lo que os digo?
ELISA. Sí, padre.
ESCENA IV
HARPAGÓN, CLEANTO, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. Y vos, hijo mío, el galancete a quien tengo la bondad de perdonar la
historia reciente, no vayáis tampoco a ponerle mala cara.
CLEANTO. ¿Yo, padre mío? ¡Mala cara! ¿Y por qué razón?
HARPAGÓN. ¡Dios mío! Ya sabemos la disposición de los hijos cuyos padres se
vuelven a casar y con qué ojos acostumbran mirar a la que se denomina madrastra.
Mas si deseáis que olvide vuestra última ventolera, os recomiendo, sobre todo,
que festejéis con buen talante a esa persona y que la dispenséis, en fin, la
mejor acogida que os sea posible.
CLEANTO. A deciros verdad, padre, no puedo prometeros sentirme muy satisfecho de
que llegue ella a ser mi madrastra. Mentiría, si os lo dijera; pero en lo que se
refiere a recibirla bien y a ponerla buena cara os prometo obedeceros
puntualmente en tal capítulo.
HARPAGÓN. Poned atención en ello, al menos.
CLEANTO. Ya veréis como no tendréis ocasión de quejaros
HARPAGÓN. Haréis bien.
ESCENA V
HARPAGÓN, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. Valerio, ayudadme en esto. Veamos, maese Santiago; os he dejado para
el último.
MAESE SANTIAGO. ¿Es a vuestro cochero, señor, o vuestro cocinero, a quien
queréis hablar? Pues yo soy lo uno y lo otro.
HARPAGÓN. Es a los dos.
MAESE SANTIAGO. Mas, ¿a cuál de los dos primero?
HARPAGÓN. Al cocinero.
MAESE SANTIAGO. Esperad entonces, por favor. (Maese Santiago se quita su casaca
de cochero y aparece vestido de cocinero.)
HARPAGÓN. ¿Qué diantre de ceremonia es ésta?
MAESE SANTIAGO. No tenéis más que hablar.
HARPAGÓN. Me he comprometido, maese Santiago, a dar una cena esta noche.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) ¡Gran maravilla!
HARPAGÓN. Dime: ¿nos darás bien de comer?
MAESE SANTIAGO. Sí; si me facilitáis dinero.
HARPAGÓN. ¡Qué diablo, siempre dinero! Parece que no saben decir otra cosa:
¡dinero, dinero, dinero! ¡Ah! ¡Sólo tienen esa palabra en la boca: dinero!
¡Hablar siempre de dinero! El dinero es su muletilla.
VALERIO. No he oído nunca una respuesta más impertinente que ésta. ¡Vaya una
maravilla dar una buena comida con mucho dinero! Es la cosa más fácil del mundo,
y no hay mísero ingenio que no haga otro tanto; mas para obrar como un hombre
hábil hay que saber ofrecer una buena comida con poco dinero.
MAESE SANTIAGO. ¡Buena comida con poco dinero!
VALERIO. Sí.
MAESE SANTIAGO. (A Valerio.) A fe mía, señor intendente, os quedaremos muy
agradecidos si nos reveláis ese secreto y ocupáis mi puesto de cocinero; así
seréis dentro el factoton.
HARPAGÓN. Callaos. ¿ Qué necesitaremos?
MAESE SANTIAGO. Aquí tenéis a vuestro señor intendente, que os dará bien de
comer por poco dinero.
HARPAGÓN. ¡Arre! Quiero que me respondas.
MAESE SANTIAGO. ¿Cuántas personas seréis en la mesa?
HARPAGÓN. Seremos ocho o diez; mas sólo hay que contar ocho. Donde comen ocho
pueden comer muy bien diez.
VALERIO. Eso por descontado.
MAESE SANTIAGO. ¡Pues bien! Se necesitarán cuatro grandes ollas de sopa y cinco
platos... Sopas... Principios...
HARPAGÓN. ¡Diablo! Eso es para dar de comer a una ciudad entera.
MAESE SANTIAGO. Asa...
HARPAGÓN. (Tapando la boca de Maese Santiago con la mano.) ¡Ah, traidor! Te
comerás mi fortuna.
MAESE SANTIAGO. Entremeses...
HARPAGÓN. (Volviendo a poner su mano sobre la boca de Maese Santiago.) ¿Más aún?
VALERIO. (A Maese Santiago.) ¿Es que pensáis atiborrar a todo e1 mundo? ¿Y el
señor ha invitado a unas personas para asesinarlas a fuerza de condumio? Id a
leer un rato los preceptos de la salud y a preguntar a los médicos si hay algo
más perjudicial para el hombre que comer con exceso.
HARPAGÓN. Tiene razón.
VALERIO. Sabed, maese Santiago, vos y vuestros compañeros, que resulta una
ladronera una mesa llena de viandas en demasía; que para mostrarse
verdaderamente amigo de los que uno invita es preciso que la frugalidad reine en
las comidas que se den, y que, según el dicho antiguo, «hay que comer para vivir
y no vivir para comer».
HARPAGÓN. ¡Ah, qué bien dicho está eso! Acércate que te abrace por esa frase. Es
la más hermosa sentencia que he oído en mi vida: Hay que vivir para comer y no
comer para vi... No; no es eso. ¿Cómo has dicho?
VALERIO. Que hay que comer para vivir y no vivir para comer.
HARPAGÓN. (A Maese Santiago.) Sí. ¿Lo oyes? (A Valerio.) ¿Quién es el gran
hombre que ha dicho eso?
VALERIO. No recuerdo ahora su nombre.
HARPAGÓN. Acuérdate de escribirme esas palabras: quiero hacerlas grabar en
letras de oro sobre la chimenea de mi estancia.
VALERIO. No dejaré de hacerlo. Y en cuanto a vuestra cena, no tenéis más que
dejarme hacer; yo lo dispondré todo como es debido.
HARPAGÓN. Hazlo, pues.
MAESE SANTIAGO. ¡Tanto mejor! Menos trabajo tendré.
HARPAGÓN. (A Valerio.) Harán falta cosas de esas que se comen apenas y que
hartan en seguida; unas buenas judías magras con algún pastel en olla, bien
provisto de castañas.
VALERIO. Confiad en mí.
HARPAGÓN. Y ahora, maese Santiago, hay que limpiar mi carroza.
MAESE SANTIAGO. Esperad; esto va dirigido al cochero. (Maese Santiago se vuelve
a poner su casaca.) ¿Decíais...?
HARPAGÓN. Que hay que limpiar mi carroza y tener preparados mis caballos para
llevar a la feria...
MAESE SANTIAGO. ¡Vuestros caballos, señor! ¡Pardiez!, no se encuentran en estado
de caminar. No os diré que estén echados en su cama: los pobres animales no la
tienen, y sería mentir; mas los hacéis observar unos ayunos tan severos, que ya
no son más que ideas, fantasmas o figuraciones de caballos.
HARPAGÓN. ¡Van a estar muy enfermos no haciendo nada!
MAESE SANTIAGO. Y, aunque no se haga nada, señor, ¿es que no se necesita comer?
Mejor les valdría a las pobres bestias trabajar mucho y comer lo mismo. Me parte
el corazón verlos así, extenuados. Pues, en fin: siento tal cariño por mis
caballos, que me parece que soy yo mismo, cuando los veo sufrir. Me quito para
ellos, todos los días, las cosas de la boca; y es tener, señor, un temple muy
duro no sentir piedad alguna por el prójimo.
HARPAGÓN. No será un trabajo grande ir hasta la feria.
MAESE SANTIAGO. No, señor; no tengo valor para llevarlos, ni podría darles
latigazos; en el estado en que se hallan, ¿cómo queréis que arrastren la
carroza? ¡Si no pueden tirar de ellos mismos!
VALERIO. Señor, rogaré al vecino Picard que se encargue de guiarlos, y de este
modo podremos contar con éste aquí para preparar la cena.
MAESE SANTIAGO. Sea. ¡Prefiero que se mueran bajo la mano de otro que bajo la
mía!
VALERIO. Maese Santiago es muy sensato.
MAESE SANTIAGO. Y el señor intendente muy dispuesto y decidido.
HARPAGÓN. ¡Haya paz!
MAESE SANTIAGO. Señor, no puedo soportar a los aduladores; y veo que lo que él
hace, sus continuas requisas sobre el pan y el vino, la leña, la sal y las velas
son únicamente para halagaros y haceros la corte. Eso me enfurece, y me enoja
oír a diario lo que se dice de vos, pues, en fin, os tengo afecto a mi pesar y,
después de mis caballos, sois la persona a la que quiero más.
HARPAGÓN. ¿Podría yo saber de vuestros labios, maese Santiago, lo que se dice de
mí?
MAESE SANTIAGO. Sí, señor, si tuviera la seguridad de que eso no os iba a
enojar.
HARPAGÓN. No; en modo alguno.
MAESE SANTIAGO. Perdonadme; sé muy bien que os encolerizaría.
HARPAGÓN. En absoluto. Al contrario, es darme gusto, y me complace saber cómo
hablan de mí.
MAESE SANTIAGO. Señor, ya que lo deseáis, os diré francamente que se burlan en
todas partes de vos, que nos lanzan cien pullas a cuenta vuestra y que nada los
embelesa tanto como morderos y estar murmurando siempre sobre vuestra tacañería.
El uno dice que mandáis imprimir almanaques especiales, en los que hacéis
duplicar las Témporas y las Vigilias, a fin de aprovecharos de los ayunos a que
obligáis a vuestra gente; el otro, que siempre tenéis preparada una riña con
vuestros criados en época de aguinaldos, o cuando salen de vuestra casa, para
tener así un motivo de no darles nada. Aquél cuenta que una vez hicisteis
emplazar judicialmente al gato de vuestro vecino por haberse comido en vuestra
cocina los restos de una pierna de cordero. Éste, que se os ha sorprendido una
noche sustrayendo vos mismo la avena a vuestros caballos, y que vuestro cochero,
mi antecesor en el puesto, os dio en la oscuridad no se cuántos palos, lo cual
no quisisteis divulgar. En fin: ¿queréis que os lo diga? No se puede ir a ningún
sitio donde no se oiga haceros trizas. Sois el tema de irrisión de todo el
mundo, y siempre se os designa bajo los nombres de avaro, roñoso, ruin y
usurero.
HARPAGÓN. (Golpeando a Maese Santiago.) Sois un necio, un bergante, un pícaro y
un descarado.
MAESE SANTIAGO. ¿Lo veis? ¿No lo había yo adivinado? No quisisteis creerme. Ya
os dije que os enojaríais al deciros la verdad.
HARPAGÓN. Aprended a hablar.
ESCENA VI
VALERIO y MAESE SANTIAGO
VALERIO. (Riendo.) Por lo que puedo ver, maese Santiago, pagan mal vuestra
franqueza.
MAESE SANTIAGO. ¡Pardiez!, señor recién llegado, que os las echáis de
importante, eso no es cuenta vuestra. Reíos de los palos que os den, y no
vengáis a reíros de los míos.
VALERIO. ¡Ah, maese Santiago, no os enojéis, por favor!
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) Se amilana. Voy a echarlas de bravucón, y si es lo
bastante necio para tenerme miedo, le vapulearé un poco. (Alto.) ¿No sabéis,
señor risueño, que yo no me río y que si me calentáis la cabeza os haré reír de
otro modo? (Maese Santiago empuja a Valerio hasta el fondo de la escena,
amenazándole.)
VALERIO. ¡Eh! ¡Poco a poco!
MAESE SANTIAGO. ¡ Cómo! ¿ Poco a poco? ¡No me da la gana!
VALERIO. ¡Por favor!
MAESE SANTIAGO. Sois un impertinente.
VALERIO. Señor maese Santiago...
MAESE SANTIAGO. ¡Nada de señor maese Santiago! ¡Si cojo un palo, os voy a zurrar
de lo lindo!
VALERIO. ¡Cómo! ¿Un palo? (Valerio hace retroceder a Maese Santiago a su vez.)
MAESE SANTIAGO. ¡Eh! No hablaba de eso.
VALERIO. ¿No sabéis, señor fatuo, que soy lo bastante hombre para zurraros a mi
vez?
MAESE SANTIAGO. No lo dudo.
VALERIO. ¿Y que no sois, en resumidas cuentas, más que un cocinero bergante?
MAESE SANTIAGO. Ya lo sé.
VALERIO. ¿Y que no me conocéis todavía?
MAESE SANTIAGO. Perdonadme.
VALERIO. ¿Me vais a zurrar?
MAESE SANTIAGO. Lo decía en broma.
VALERIO. Pues a mí no me gustan vuestras bromas. (Dando de palos a Maese
Santiago.) Así sabréis que sois un mal bromista.
MAESE SANTIAGO. (Solo.) ¡Mal haya sea la sinceridad! Condenado oficio es. De
aquí en adelante renuncio a él y no volveré a decir la verdad. Pase aún en mi
amo; tiene cierto derecho a pegarme; mas en cuanto a este señor intendente, me
vengaré de él si puedo.
ESCENA VII
MARIANA, FROSINA y MAESE SANTIAGO
FROSINA. ¿Sabéis, maese Santiago, si vuestro amo está en casa?
MAESE SANTIAGO. Sí; en verdad; allí está. ¡Demasiado lo sé!
FROSINA. Decidle, por favor, que estamos aquí.
ESCENA VIII
MARIANA y FROSINA
MARIANA. ¡Ah, Frosina! En qué extraño estado me encuentro, y, si he de decir lo
que siento, ¡tengo miedo a esta presentación!
FROSINA. Pero ¿por qué? ¿Cuál es vuestra inquietud?
MARIANA. ¡Ay! ¿Y me lo preguntáis? ¿No os figuráis las zozobras de una persona
enteramente preparada a ver el suplicio al que quieren atarla?
FROSINA. Bien veo que, para morir agradablemente, Harpagón no es el suplicio al
que quisierais entregaros, y conozco en vuestra cara que ese mozo rubio de que
me habéis hablado os viene algunas veces a la memoria.
MARIANA. Sí. Es una cosa, Frosina, de la que no quiero defenderme; y las
respetuosas visitas que ha hecho a nuestra casa han causado, os lo confieso,
cierto afecto en mi alma.
FROSINA. Mas ¿habéis sabido quién es...?
MARIANA. No; no sé quién es. Mas sé que su aspecto le hace digno de ser amado;
que si pudiera dejar las cosas a mi elección, le escogería mejor que a otro, y
que contribuye, y no poco, a hacerme encontrar un tormento atroz en el esposo
que quieren darme.
FROSINA. ¡Dios mío! Todos esos boquirrubios son agradables y recitan bien su
papel; mas la mayoría son pobres como ratas, y es preferible para vos escoger un
marido viejo que os aporte un buen caudal. Os confieso que los sentimientos no
hallan tan buena satisfacción por el lado que digo, y que habréis de soportar
algunas pequeñas repugnancias con tal esposo; mas esto no durará mucho, y su
muerte, creedme, os pondrá muy pronto en situación de tomar otro más agradable,
que lo enmendará todo.
MARIANA. ¡Dios mío, Frosina! Extraño negocio éste, en el que, para ser feliz,
hay que desear o esperar el fallecimiento de alguien; y la muerte no sigue
siempre a los proyectos que forjamos.
FROSINA. ¿Queréis chancearos? Os casáis con él a condición tan sólo de que os
deje viuda pronto y ésta habrá de ser una de las cláusulas del contrato. Sería
muy impertinente si no muriese a los tres meses. Aquí llega en persona.
MARIANA. ¡Ah, Frosina, qué cara!
ESCENA IX
HARPAGÓN, MARIANA y FROSINA
HARPAGÓN. (A Mariana.) No os ofendáis, encanto mío, si os recibo con anteojos.
Sé que vuestros hechizos saltan harto a la vista, son lo bastante visibles por
sí mismos y que no se necesitan anteojos para verlos; mas, en fin, con anteojos
se observan los astros, y yo sostengo y garantizo que sois un astro, pero un
astro que es el más bello del país de los astros. (A Frosina.) Frosina, no me
contesta nada; no demuestra, al parecer, ninguna alegría al verme.
FROSINA. Es que está sobrecogida de sorpresa, y, además, a las doncellas les
sonroja siempre revelar en seguida lo que encierra su alma.
HARPAGÓN. (A Frosina.) Tienes razón. (A Mariana.) Aquí está, linda niña, mi
hija, que viene a saludaros.
ESCENA X
HARPAGÓN, MARIANA, ELISA y FROSINA
MARIANA. Efectúo, señora, tardíamente esta visita.
ELISA. Habéis dicho, señora, lo que debí yo hacer, y me correspondía
anticiparme.
HARPAGÓN. Como veis, es muy alta; pero la mala hierba crece sin cesar.
MARIANA. (Bajo, a Frosina.) ¡Oh, qué hombre más desagradable!
HARPAGÓN. (Bajo, a Frosina.) ¿Qué dice la beldad?
FROSINA. Que os encuentra admirable.
HARPAGÓN. Me hacéis demasiado honor, admirable encanto.
MARIANA. (Aparte.) ¡Qué animal!
HARPAGÓN. Os quedo muy agradecido por esos sentimientos.
MARIANA. (Aparte.) Yo no puedo resistir más.
ESCENA XI
HARPAGÓN, MARIANA, CLEANTO, ELISA, VALERIO, FROSINA y MIAJAVENA
HARPAGÓN. Aquí está también mi hijo, que viene a cumplimentaros.
MARIANA. (Bajo, a Frosina.) ¡Ah, Frosina, qué encuentro! Es precisamente el
joven de quien te hablé.
FROSINA. (A Mariana.) La aventura es maravillosa.
HARPAGÓN. Veo que os extraña ver que tengo unos hijos tan mayores; mas dentro de
poco me desharé de ambos.
CLEANTO. (A Mariana.) Señora, a deciros verdad, es ésta una aventura que no me
esperaba, sin duda, y mi padre me ha sorprendido bastante al decirme hace un
rato el propósito que había forjado.
MARIANA. Yo puedo decir lo mismo. Es un encuentro imprevisto que me asombra
tanto como a vos, y no estaba preparada para semejante aventura.
CLEANTO. Cierto es, señora, que mi padre no puede hacer mejor elección y que
representa para mí una gran alegría sensible el veros; mas, con todo, no os
aseguro que me regocije el deseo que podéis sentir de convertiros en mi
madrastra. El parabién, os lo confieso, resulta harto difícil para mí, y es un
título, con vuestra licencia, que no os deseo en modo alguno. Este discurso
parecerá brutal a los ojos de ciertas personas; mas estoy seguro de que vos lo
tomaréis como es debido; éste es un casamiento, señora, que, como os
imaginaréis, me causa aversión; no ignoráis, sabiendo lo que soy, que ofende mis
intereses; y tendré, en fin, que deciros, con permiso de mi padre, que, si las
cosas dependiesen de mí, este himeneo no se celebraría.
HARPAGÓN. ¡Vaya un cumplido impertinente! ¡Linda confesión le hacéis!
MARIANA. Y yo, para contestaros, debo deciros que las cosas son muy semejantes y
que, si os causa aversión considerarme como vuestra madrastra, no la sentiré yo
menor, sin duda, considerándoos como hijastro mío. No creáis, os lo ruego, que
soy yo quien intenta produciros esa inquietud. Me disgustaría grandemente
causaros enojo, y, de no yerme obligada a ello por una fuerza irresistible, os
doy mi palabra que no accederé en modo alguno al casamiento que os apesadumbra.
HARPAGÓN. Tiene razón. A cumplido necio debe darse una respuesta a tono. Os pido
perdón, encanto mío, por la impertinencia de mi hijo; es un joven necio que no
conoce todavía el alcance de las palabras que pronuncia.
MARIANA. Os aseguro que lo que me ha dicho no me ha ofendido en absoluto; al
contrario, me complace que me explique así sus verdaderos sentimientos. Me
agrada en él semejante confesión, y si hubiese hablado de otro modo, le
estimaría mucho menos.
HARPAGÓN. Es harta bondad en vos querer disculpar así sus faltas. El tiempo le
hará más cuerdo, y ya veréis cómo cambia de sentimientos.
CLEANTO. No, padre mío; no soy capaz de cambiar, y ruego encarecidamente a esta
señora que me crea.
HARPAGÓN. ¿Hase visto semejante extravagancia? (Eleva aún más el tono.)
CLEANTO. ¿Queréis que traicione mi corazón?
HARPAGÓN. ¡Y dale! ¿Vais a cambiar de una vez de discurso?
CLEANTO. ¡Pues bien! Ya que deseáis que hable de otra manera, permitid, señora,
que me coloque en el lugar de mi padre y que os confiese que no he visto nada en
el mundo tan encantador como vos; que no concibo nada igual a la dicha de
agradaros, y que el título de esposo vuestro es una gloria, una felicidad que yo
preferiría al destino de los más grandes príncipes de la Tierra... Sí, señora;
la aventura de poseeros es, a mis ojos, la más bella de todas las fortunas; en
ella cifro toda mi ambición. Nada hay que no sea capaz de hacer por tan preciada
conquista; y los más poderosos obstáculos...
HARPAGÓN. Poco a poco, hijo mío, por favor.
CLEANTO. Es un cumplido que hago a esta señora en nombre vuestro.
HARPAGÓN. ¡Dios mío! Tengo lengua para explicarme por mí mismo, y no necesito un
intermediario como vos. Vamos, traed sillas.
FROSINA. No; es mejor que vayamos ahora a la feria, a fin de volver antes y
tener todo el tiempo después para conversar.
HARPAGÓN. (A Miajavena.) Que enganchen entonces los caballos a la carroza.
ESCENA XII
HARPAGÓN, MARIANA, ELISA, CLEANTO, VALERIO y FROSINA
HARPAGÓN. (A Mariana.) Os ruego que me disculpéis, amor mío, por no haberos
hecho servir una ligera colación antes de partir.
CLEANTO. Ya me he ocupado de eso, padre mío, y he mandado traer aquí unas
fuentes con naranjas de la China, limones y confituras que he enviado a buscar
de parte vuestra.
HARPAGÓN. (Bajo, a Valerio.) ¡Valerio!
VALERIO. (A Harpagón.) Ha perdido la cabeza.
CLEANTO. ¿Acaso os parece, padre mío, que no es bastante? Señora, tened la
bondad de disculparnos, por favor.
MARIANA. No era necesario.
CLEANTO. ¿Habéis visto nunca, señora, un diamante con más destellos que ese que
lleva mi padre en el dedo?
MARIANA. En verdad, rebrilla mucho.
CLEANTO. (Quitando el diamante del dedo de su padre y dándoselo a Mariana.)
Tenéis que verlo de cerca.
MARIANA. Es bellísimo, sin duda, y despide innumerables destellos.
CLEANTO. (Poniéndose delante de Mariana, que quiere devolverle el diamante.) De
ningún modo, señora; está en unas manos harto bellas. Es un regalo que os hace
mi padre.
HARPAGÓN. ¿Yo?
CLEANTO. ¿No es cierto, padre mío, que queréis que esta señora lo conserve como
prenda de vuestro amor?
HARPAGÓN. (Bajo, a su hijo.) ¿Cómo?
CLEANTO. (A Mariana.) ¡Linda pregunta! Me hace señas de que os lo haga aceptar.
MARIANA. No quiero.
CLEANTO. (A Mariana.) ¿Os burláis? No piensa volver a tomarlo.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Me sofoca el furor!
MARIANA. Sería...
CLEANTO. (Impidiendo siempre a Mariana que devuelva el diamante.) No, os digo,
lo tomaría como una ofensa.
MARIANA. Por favor...
CLEANTO. De ningún modo.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Maldito sea!
CLEANTO. Mirad cómo le escandaliza vuestra negativa.
HARPAGÓN. (Bajo, a su hijo.) ¡Ah, traidor!
CLEANTO. (A Mariana.) Vedle desesperado.
HARPAGÓN. (Bajo, a su hijo, amenazándole.) ¡Qué verdugo eres!
CLEANTO. Padre, no es mía la culpa. Hago lo que puedo para obligarla a quedarse
con él; mas es tenaz.
HARPAGÓN. (Bajo, a su hijo, amenazándole.) ¡Bergante!
CLEANTO. Señora, sois causa de que mi padre me reprenda.
HARPAGÓN. (A Mariana.) Haréis que caiga enfermo. Por favor, señora, no lo
rechacéis más.
FROSINA. (A Mariana.) ¡Dios mío, qué melindres! Quedaos con la sortija, puesto
que el señor lo desea!
MARIANA. (A Harpagón.) Por no encolerizaros, me quedo con ella ahora, y ya
buscaré ocasión de devolvérosla.
ESCENA XIII
HARPAGÓN, MARIANA, ELISA, CLEANTO, VALERIO, FROSINA y MIAJAVENA
MIAJAVENA. Señor, ahí está un hombre que quiere hablaros.
HARPAGÓN. Decidle que estoy ocupado y que vuelva otra vez.
MIAJAVENA. Dice que os trae dinero.
HARPAGÓN. (A Mariana.) Os pido perdón; vuelvo al instante.
ESCENA XIV
HARPAGÓN, MARIANA, CLEANTO, ELISA, VALERIO, FROSINA y MERLUZA
MERLUZA. (Corriendo y derribando a Harpagón.) Señor...
HARPAGÓN. ¡Ah, yo muero!
CLEANTO. ¿Qué ocurre, padre mío? ¡Oh!, ¿os habéis hecho daño?
HARPAGÓN. Al traidor le habrán dado seguramente dinero mis deudores para que me
rompiese el cuello.
VALERIO. (A Harpagón.) No será nada...
MERLUZA. (A Harpagón.) Os pido perdón, señor; creí obrar bien acudiendo de
prisa.
HARPAGÓN. ¿Qué vienes a hacer aquí, verdugo?
MERLUZA. A deciros que vuestros dos caballos están desherrados.
HARPAGÓN. Que los lleven pronto al herrador.
CLEANTO. Mientras los hierran voy a hacer por vos, padre mío, los honores de la
casa y a acompañar a la señora al jardín, adonde diré que lleven la colación.
ESCENA XV
HARPAGÓN y VALERIO
HARPAGÓN. Valerio, echa un vistazo a todo esto, y ten cuidado, por favor, de
salvarme lo más que puedas, para devolvérselo al mercader.
VALERIO. No digáis mas.
HARPAGÓN. (Solo.) ¡Oh, hijo impertinente! ¿Quieres arruinarme?
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
CLEANTO, MARIANA, ELISA y FROSINA
CLEANTO. Volvamos aquí; estaremos mucho mejor. No hay ya a nuestro alrededor
persona sospechosa, y podemos hablar libremente.
ELISA. Sí, señora; mi hermano me ha confesado la pasión que siente por vos. Sé
las penas y disgustos que son capaces de causar tales reveses, y os aseguro que
me intereso por vuestra aventura con sumo afecto.
MARIANA. Es un dulce consuelo ver que una persona como vos toma parte en
nuestros intereses, y os suplico, señora, que me conservéis siempre esa generosa
amistad, tan capaz de suavizar la crueldad de la fortuna.
FROSINA. Sois, a fe mía, gentes desdichadas unos y otros por no haberme
enterado, antes de ocurrir todo esto, de vuestra aventura. Os hubiera, sin duda,
evitado esta inquietud, y no habría dejado llegar las cosas al punto en que
están.
CLEANTO. ¿Qué queréis? Es mi mala fortuna la que lo ha querido así. Mas ¿cuál es
vuestra decisión, bella Mariana?
MARIANA. ¡Ay! ¿Estoy yo, acaso, en situación de tomar decisiones? Y en la
subordinación en que me veo, ¿puedo forjar otra cosa que no sean anhelos?
CLEANTO. ¿Y no hay otro apoyo para mí en vuestro corazón que esos simples
anhelos? ¿Ninguna piedad oficiosa? ¿Ninguna bondad compasiva? ¿Ningún afecto
activo?
MARIANA. ¿Qué podría deciros? Poneos en mi lugar y ved qué puedo hacer. Pensad,
ordenad vos mismo: en vuestras manos me pongo; y os creo harto razonable para
querer exigir de mí tan sólo lo que pueda estarme permitido por el honor y el
decoro.
CLEANTO. ¡Ay! ¡A qué me reducís al remitirme a lo que quieran permitir los
enojosos sentimientos de un rígido honor y de un escrupuloso decoro!
MARIANA. Mas ¿qué queréis que haga? Aunque saltase por encima de numerosos
miramientos a que está obligado nuestro sexo, tengo respeto a mi madre. Me ha
educado siempre con suma ternura y no podría decidirme a ocasionarle ningún
disgusto. Haced, actuad cerca de ella; emplead todos vuestros afanes en ganar su
ánimo. Podéis hacer y decir todo cuanto queráis, os lo permito; y si sólo
estriba en declararme en vuestro favor, accedo gustosa a hacerle yo misma una
confesión de todo cuanto por vos siento.
CLEANTO. Frosina, mi pobre Frosina, ¿querrías ayudarnos?
FROSINA. A fe mía, ¿es necesario preguntarlo? Quisiera hacerlo de todo corazón.
Ya sabéis que soy, por naturaleza, bastante humanitaria. El Cielo no me ha dado
un alma de bronce, y siento tan sólo harta ternura en prestar pequeños servicios
cuando veo a personas que se aman con toda rectitud y honor. ¿Qué podríamos
hacer en esto?
CLEANTO. Piensa un poco, te lo ruego.
MARIANA. Iluminadnos.
ELISA. Busca alguna invención para desbaratar lo que has hecho.
FROSINA. Esto es bastante difícil. (A Mariana.) Vuestra madre no es del todo
irrazonable, y tal vez se la podría convencer y decidirla a que traspasara al
hijo el don que quiere hacer al padre. (A Cleanto.) Mas lo malo de esto es que
vuestro padre es vuestro padre.
CLEANTO. Eso, por descontado.
FROSINA. Quiero decir que sentirá despecho si ve que le rechazan y que luego no
estará de humor para dar su consentimiento a vuestro casamiento. Sería preciso,
obrando hábilmente, que la negativa partiese de él mismo, intentando por algún
medio que se sintiera defraudado de vuestra persona.
CLEANTO. Tienes razón.
FROSINA. Sí; tengo razón, ya lo sé. Eso es lo que habría que hacer; mas el
diantre es poder encontrar los medios para ello. Esperad; si contásemos con
alguna mujer de cierta edad que tuviera mi talento y supiese representar lo
suficientemente bien para imitar a una dama de alcurnia, con ayuda de un boato
prontamente preparado y de un raro título de marquesa o vizcondesa que
supondríamos oriundo de la Baja Bretaña, tendría yo la suficiente habilidad para
hacer creer a vuestro padre que era ésa una personalidad poseedora, además de
dos casas, de cien mil escudos en dinero contante y sonante; que estaba
locamente enamorada de él, y deseaba ser su esposa hasta el punto de entregarle
todo su caudal por contrato de esponsales, es para mí indudable que prestaría
oídos a la proposición puesto que, en fin, os ama mucho, ya lo sé; pero ama un
poco más el dinero; y cuando, deslumbrados por esa añagaza, hubiera consentido
ya en lo que os interesa, poco importaría después que se desengañase, al
descubrir claramente los bienes de vuestra marquesa.
CLEANTO. Todo eso está muy bien pensado.
FROSINA. Dejarme hacer. Acabo de acordarme de una amiga mía, que es la que nos
conviene.
CLEANTO. Ten por segura, Frosina, mi gratitud, si logras éxito en la cosa. Pero,
encantadora Mariana, empecemos, os lo ruego, por ganarnos a vuestra madre; sería
ya mucho que consiguiéramos romper el casamiento. Emplead en ello, por vuestra
parte, os lo suplico, todos los esfuerzos que podáis. Servíos de todo el
ascendiente que sobre ella os da ese afecto que os tiene. Desplegad, sin
reserva, las gracias elocuentes, los encantos todopoderosos que el Cielo ha
puesto en vuestros ojos y en vuestra boca, y no olvidéis, por favor, ninguna de
esas tiernas palabras, de esas dulces súplicas, de esas caricias conmovedoras a
las que estoy seguro que no podría negarse nada.
MARIANA. Haré todo cuanto pueda, y nada olvidaré.
ESCENA II
HARPAGÓN, CLEANTO, MARIANA, ELISA y FROSINA
HARPAGÓN. (Aparte, sin que le vean.) ¡Cómo! Mi hijo besa la mano de su presunta
madrastra, ¡y su presunta madrastra lo tolera sin demasiada repulsa! ¿Habrá
algún misterio en esto?
ELISA. Aquí está mi padre.
HARPAGÓN. La carroza está dispuesta; podéis partir cuando queráis.
CLEANTO. Puesto que vos no vais, padre mío, las acompañaré yo.
HARPAGÓN. No; quedaos. Irán ellas solas; os necesito.
ESCENA III
HARPAGÓN y CLEANTO
HARPAGÓN. Veamos; interés de madrastra aparte, ¿qué te parece a ti esa persona?
CLEANTO. ¿Qué me parece?
HARPAGÓN. Sí; su aire, su talle, su belleza, su ingenio...
CLEANTO. Así, así...
HARPAGÓN. ¿Y qué más?
CLEANTO. Hablándoos con franqueza, no me ha parecido aquí lo que había creído.
Su aire es el de una indudable coqueta, su talle bastante basto, su belleza muy
mediana y su ingenio de lo más vulgar. No creáis, padre mío, que lo digo para
apartaros de ella, pues, madrastra por madrastra, tanto se me da ésta como otra.
HARPAGÓN. Sin embargo, hace poco le decías...
CLEANTO. Le he dicho unas cuantas galanterías en vuestro nombre; mas era por
agradaros.
HARPAGÓN. ¿No sientes, entonces, inclinación hacia ella?
CLEANTO. ¿Yo? En absoluto.
HARPAGÓN. Eso me disgusta, pues echa por tierra una idea que se me había
ocurrido. Contemplándola así, he reflexionado sobre mi edad, y he pensado que
podrían murmurar viendo que me casaba con tan juvenil persona. Esta
consideración me ha hecho renunciar a tal propósito, y como la he hecho pedir y
estoy comprometido de palabra con ella, te la hubiera cedido, de no haber
confesado tú esa aversión.
CLEANTO. ¿A mí?
HARPAGÓN. A ti.
CLEANTO. ¿En matrimonio?
HARPAGÓN. En matrimonio.
CLEANTO. Escuchad. Verdad es que no resulta muy de mi gusto; mas, por
complaceros, padre mío, estoy decidido a casarme con ella, si queréis.
HARPAGÓN. Yo soy más razonable de lo que crees. No pienso en modo alguno forzar
tu inclinación.
CLEANTO. Perdonadme; haré ese esfuerzo por afecto a vos.
HARPAGÓN. No, no. Un matrimonio no puede ser feliz si no existe inclinación.
CLEANTO. Esa es una cosa, padre mío, que tal vez venga después; y, según dicen,
el amor es, con frecuencia, fruto del matrimonio.
HARPAGÓN. No. Por el lado del hombre, no debe correr riesgo el negocio; y hay
consecuencias enojosas, a las que no quiero exponerme. Si hubieras sentido
alguna inclinación hacia ella, enhorabuena te habrías casado en mi lugar; mas,
no siendo así, seguiré mi primer propósito, y seré yo quien me case con ella.
CLEANTO. Pues bien, padre mío; ya que las cosas se ponen así, es preciso
descubriros mi corazón y revelaros nuestro secreto. La verdad es que la amo
desde el día en que la vi en un paseo; que mi deseo era, hace poco, pedírosla
por esposa, y que tan sólo me ha contenido la declaración de vuestros
sentimientos y el temor a enojaros.
HARPAGÓN. ¿La habéis ido a visitar?
CLEANTO. Sí, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Muchas veces?
CLEANTO. Bastantes para el tiempo transcurrido.
HARPAGÓN. ¿Os ha recibido bien?
CLEANTO. Muy bien; mas sin saber quién era yo, y esto es lo que ha producido,
hace un momento, esa sorpresa a Mariana.
HARPAGÓN. ¿Le habéis declarado vuestra pasión y el deseo que sentíais de casaros
con ella?
CLEANTO. Sin duda; e incluso algo había ya dejado traslucir a su madre.
HARPAGÓN. ¿Y la hija corresponde fogosamente a vuestro amor?
CLEANTO. Si he de creer en las apariencias, estoy convencido, padre, de que
siente cierta debilidad por mí.
HARPAGÓN. (Bajo, aparte.) Me satisface haber sabido este secreto, y esto era
precisamente lo que yo ansiaba. (Alto.) Vaya, hijo mío: ¿sabéis lo que pasa?
Pues que debéis pensar, si os parece, en desprenderos de vuestro amor, en cesar
todas vuestras persecuciones a una persona que deseo para mí y en casaros dentro
de poco con la mujer que os destine.
CLEANTO. Sí, padre mío; ¡así es como me engañáis! ¡Pues bien! Ya que las cosas
han llegado a este punto, os declaro que no abandonaré la pasión que siento por
Mariana; que no habrá extremo al que no me entregue para disputaros su
conquista, y que, si tenéis de vuestra parte el consentimiento de una madre, yo
tendré, quizás, otras ayudas, que lucharán por mí.
HARPAGÓN. ¡Cómo, bergante! ¿Tienes la osadía de entrar en rivalidad conmigo?
CLEANTO. Sois vos el que lo hace conmigo; soy el primero conforme a fecha.
HARPAGÓN. ¿No soy tu padre y no me debes respeto?
CLEANTO. Éstas no son cosas en que los hijos estén obligados a ceder ante los
padres, y el amor no conoce a nadie.
HARPAGÓN. Ya te haré conocerme bien, merced a unos buenos palos.
CLEANTO. Todas vuestras amenazas no servirán de nada.
HARPAGÓN. ¿Renunciarás a Mariana?
CLEANTO. En modo alguno.
HARPAGÓN. ¡Traedme un palo en seguida!
ESCENA IV
HARPAGÓN, CLEANTO y MAESE SANTIAGO
MAESE SANTIAGO. ¡Eh, eh, señores! ¿Qué es esto? ¿En qué pensáis?
CLEANTO. Me río de eso.
MAESE SANTIAGO. (A Cleanto.) ¡Ah, señor! ¡Cuidado!
HARPAGÓN. ¡Hablarme con ese descaro!
MAESE SANTIAGO. (A Harpagón.) ¡Ah, señor, por favor!
CLEANTO. No desistiré nunca.
MAESE SANTIAGO. (A Cleanto.) ¡Eh! ¿Cómo? ¿A vuestro padre...?
HARPAGÓN. Déjame hacer.
MAESE SANTIAGO. (A Harpagón.) ¡Eh! ¿Cómo? ¿A vuestro hijo...? Conmigo pase
todavía.
HARPAGÓN. Quiero hacerte a ti, maese Santiago, juez en este asunto, para
demostrar que tengo razón.
MAESE SANTIAGO. Accedo a ello. (A Cleanto.) Alejaos un poco.
HARPAGÓN. Amo a una joven con la que quiero casarme, y ese bergante tiene la
insolencia de amarla también y de pretenderla, pese a mis órdenes.
MAESE SANTIAGO. ¡Ah! Hace mal.
HARPAGÓN. ¿No es cosa horrenda el que un hijo quiera entrar en rivalidad con su
padre? ¿Y no debe él, por respeto, abstenerse de enfrentarse con mis
inclinaciones?
MAESE SANTIAGO. Tenéis razón. Dejadme hablar, y quedaos aquí.
CLEANTO. (A Maese Santiago, que se acerca a él.) ¡Pues bien, sí! Ya que quiere
escogerte como juez, no retrocedo; no me importa, quienquiera que sea; y deseo
también remitirme a ti, maese Santiago, en nuestro litigio.
MAESE SANTIAGO. Es mucho honor el que me hacéis.
CLEANTO. Estoy enamorado de una joven que corresponde a mis afanes y recibe con
ternura las ofrendas de mi fidelidad, y a mi padre se le ocurre venir a
trastornar nuestro amor con esa petición que ha mandado hacer.
MAESE SANTIAGO. Hace mal, seguramente.
CLEANTO. ¿No le avergüenza, a su edad, pensar en casarse? ¿Resulta propio en él
sentirse aún enamorado? ¿Y no debería dejar semejante ocupación a los jóvenes?
MAESE SANTIAGO. Tenéis razón. Se está burlando. Dejadme que le diga dos
palabras. (A Harpagón.) ¡Pues bien! Vuestro hijo no es tan raro como decís, y se
pone en razón. Dice que sabe el respeto que os debe. Que se ha acalorado en el
primer impulso, y que no se niega a someterse a lo que os plazca, con tal de que
le tratéis mejor que hasta ahora, y le deis una persona en matrimonio con la que
se sienta satisfecho.
HARPAGÓN. ¡Ah! Dile, maese Santiago, que, siendo así, podrá esperarlo todo de mí
y que, excepto a Mariana, le dejo en libertad para elegir la que quiera.
MAESE SANTIAGO. Dejadme hacer. (A Cleanto.) ¡Pues bien! Vuestro padre es más
razonable de lo que decís, y me ha demostrado que son vuestros arrebatos los que
le han encolerizado; que sólo encuentra mal vuestra manera de obrar, y que está
enteramente dispuesto a concederos lo que deseáis, con tal que lo solicitéis por
las buenas, guardándole las diferencias, los respetos y la sumisión que debe un
hijo a su padre.
CLEANTO. ¡Ah, maese Santiago! Puedes asegurarle que si me concede a Mariana,
encontrará siempre en mí al más sumiso de todos los hombres, y que no haré nunca
nada contrario a sus deseos.
MAESE SANTIAGO. (A Harpagón.) Hecho. Consiente en lo que decís.
HARPAGÓN. Esto marcha lo mejor del mundo.
MAESE SANTIAGO. (A Cleanto.) Todo está arreglado; le satisfacen vuestras
promesas.
CLEANTO. ¡Alabado sea el Cielo!
MAESE SANTIAGO. Señores, no tenéis ya más que poneros a hablar; héteos ahora de
acuerdo, e ibais a reñir por no saber entenderos.
CLEANTO. Mi pobre maese Santiago, te estaré agradecido toda mi vida.
MAESE SANTIAGO. No hay de qué, señor.
HARPAGÓN. Me has dado una alegría, maese Santiago, y esto merece una recompensa.
(Harpagón se registra el bolsillo; maese Santiago alarga la mano, pero Harpagón
saca tan sólo su pañuelo, diciendo): Vete; no lo olvidaré, te lo aseguro.
MAESE SANTIAGO. Os beso las manos.
ESCENA V
HARPAGÓN y CLEANTO
CLEANTO. Os pido perdón, padre mío, por el arrebato que he padecido.
HARPAGÓN. Eso no es nada.
CLEANTO. Os aseguro que lo lamento profundamente.
HARPAGÓN. Y yo siento el mayor gozo del mundo viéndote razonable.
CLEANTO. ¡Qué bondad la vuestra olvidando tan pronto mi falta!
HARPAGÓN. Se olvidan fácilmente las faltas de los hijos cuando éstos vuelven a
sus deberes.
CLEANTO. ¡Cómo! ¿Sin guardar ningún resentimiento a todas mis extravagancias?
HARPAGÓN. Es una cosa a la que me obligas con la sumisión y el respeto en que te
colocas.
CLEANTO. Os prometo, padre mío, que conservaré hasta la tumba en mi corazón el
recuerdo de vuestras bondades.
HARPAGÓN. Y yo te prometo que no habrá cosa alguna que no logres de mí.
CLEANTO. ¡Ah, padre mío! Ya no os pido nada; y es haberme ya dado bastante el
concederme a Mariana.
HARPAGÓN. ¿Cómo?
CLEANTO. Digo, padre mío, que estoy harto contento de vos y que lo encuentro
todo en vuestra bondad concediéndome a Mariana.
HARPAGÓN. ¿Quién habla de concederte a Mariana?
CLEANTO. Vos, padre mío.
HARPAGÓN. ¿Yo?
CLEANTO. Sin duda.
HARPAGÓN. ¿Cómo? Eres tú quien ha prometido renunciar a ella.
CLEANTO. ¿Yo renunciar a ella?
HARPAGÓN. Sí.
CLEANTO. En modo alguno.
HARPAGÓN. ¿No has desistido de tu pretensión?
CLEANTO. Al contrario: estoy más decidido que nunca a realizarla.
HARPAGÓN. ¡Cómo, bergante! ¿Otra vez?
CLEANTO. Nada podrá hacerme variar.
HARPAGÓN. ¡Déjame hacer, traidor!
CLEANTO. Haced cuanto os plazca.
HARPAGÓN. Te prohíbo que vuelvas jamás a verme.
CLEANTO. Bien está.
HARPAGÓN. Te abandono...
CLEANTO. Abandonadme.
HARPAGÓN. Te repudio como hijo.
CLEANTO. Sea.
HARPAGÓN. Te desheredo.
CLEANTO. Todo cuanto queráis.
HARPAGÓN. Y lanzo sobre ti mi maldición.
CLEANTO. No me importan vuestros dones.
ESCENA VI
CLEANTO y FLECHA
FLECHA. (Saliendo del jardín con una arquilla.) ¡Ah, señor, qué oportunamente os
encuentro! Seguidme de prisa.
CLEANTO. ¿Qué sucede?
FLECHA. Seguidme, os digo; estamos de suerte.
CLEANTO. ¿Cómo?
FLECHA. Aquí está vuestra solución.
CLEANTO. ¿Qué?
FLECHA. He estado echándole el ojo a esto todo el día.
CLEANTO. ¿Qué es esto?
FLECHA. El tesoro de vuestro padre, que he birlado.
CLEANTO. ¿Cómo te las has compuesto...?
FLECHA. Lo sabréis todo. Huyamos; le oigo gritar.
ESCENA VII
HARPAGÓN, solo
HARPAGÓN. (Llega gritando desde el jardín y sin sombrero.) ¡Al ladrón! ¡Al
ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al asesino! ¡Al criminal! ¡Justicia, justo Cielo! ¡Estoy
perdido! ¡Asesinado! ¡Me han cortado el cuello! ¡Me han robado mi dinero! ¿Quién
podrá ser? ¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde? ¿Qué haré para
encontrarlo? ¿Adónde correr? ¿Adónde no correr? ¿No está ahí? ¿No está ahí?
¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi dinero, bandido!... (A sí mismo, cogiéndose
del brazo.) ¡Ah, soy yo! Mi ánimo está trastornado; no sé dónde me encuentro, ni
quién soy, ni lo que hago. ¡Ay! ¡Mi pobre! ¡Mi pobre dinero! ¡Mi más querido
amigo! Me han privado de ti, y, puesto que me has sido arrebatado, he perdido mi
sostén, mi consuelo, mi alegría; se ha acabado todo para mí, y ya no tengo nada
que hacer en el mundo. Sin ti no puedo vivir. Se acabó; ya no puedo más; me
muero; estoy muerto; estoy enterrado. ¿No hay nadie que quiera resucitarme,
devolviéndome mi dinero o diciéndome quién lo ha cogido? ¡Eh! ¿Qué decís? No hay
nadie. Es preciso que quienquiera que sea el que ha dado el golpe haya acechado
el momento con mucho cuidado, y han escogido precisamente el rato en que hablaba
yo con el traidor de mi hijo. Salgamos. Voy en busca de la Justicia, y haré que
den tormento a todos los de mi casa: a sirvientas, a criados, al hijo, a la hija
y también a mí. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que no
suscite mis sospechas, y todos me parecen ser el ladrón. ¡Eh! ¿De qué han
hablado ahí? ¿Del que me ha robado? ¿Qué ruido hacen arriba? ¿Está ahí mi
ladrón? Por favor, si saben noticias de mi ladrón, suplico que me las digan. ¿No
está escondido entre vosotros? Todos me miran y se echan a reír. Ya veréis cómo
han tomado parte, sin duda, en el robo de que he sido víctima. ¡Vamos, de prisa,
comisarios, alguaciles, prebostes, jueces, tormentos, horcas y verdugos! Quiero
hacer colgar a todo el mundo, y si no encuentro mi dinero, me ahorcaré yo mismo
después.
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
HARPAGÓN, el COMISARIO y su ESCRIBIENTE
COMISARIO. Dejadme hacer; conozco mi oficio, a Dios gracias. No es hoy la
primera vez que intervengo para descubrir robos, y quisiera yo tener tantos
sacos de mil francos como personas he mandado ahorcar.
HARPAGÓN. Todos los magistrados están interesados en llevar este asunto; y si no
me hacen recuperar mi dinero, pediré justicia de la Justicia.
COMISARIO. Hay que efectuar todas las indagaciones requeridas. ¿Decíais que
había en esa arquilla...?
HARPAGÓN. Diez mil escudos bien contados.
COMISARIO. ¡Diez mil escudos!
HARPAGÓN. Diez mil escudos.
COMISARIO. ¡El robo es importante!
HARPAGÓN. No existe suplicio bastante grande para la enormidad de ese crimen, y
si queda impune, las cosas más sagradas no estarán ya seguras.
COMISARIO. ¿Y en qué monedas estaba esa suma?
HARPAGÓN. En buenos luises de oro y en pistolas de peso corrido.
COMISARIO. ¿Quién sospecháis que pueda ser el autor de este robo?
HARPAGÓN. Todo el mundo; y quiero que encarceléis a la ciudad y los arrabales.
COMISARIO. Es necesario, creedme, no asustar a nadie y procurar atrapar con
cautela algunas pruebas, a fin de proceder luego con todo rigor a la
recuperación de las monedas que os han sido robadas.
ESCENA II
HARPAGÓN, el COMISARIO, su ESCRIBIENTE y MAESE SANTIAGO
MAESE SANTIAGO. (Al fondo de la escena, volviéndose hacia el lado por donde ha
salido.) Ahora vuelvo. Que lo degüellen en seguida, que le tuesten los pies, que
lo pongan en agua hirviendo y que lo cuelguen del techo.
HARPAGÓN. (A Maese Santiago.) ¿A quién? ¿Al que me ha robado?
MAESE SANTIAGO. Hablo de un lechoncillo que acaba de enviarme vuestro intendente
y que voy a aderezar a mi manera.
HARPAGÓN. No se trata de eso, y aquí está el señor con quien hay que hablar de
otra cosa.
COMISARIO. (A Maese Santiago.) No os asustéis. No soy hombre que os difame, y
las cosas marcharán sin tropiezos.
MAESE SANTIAGO. ¿El señor está invitado a cenar?
COMISARIO. Es preciso, mi querido amigo, no ocultar nada a vuestro amo.
MAESE SANTIAGO. A fe mía, señor, mostraré todo cuanto sé hacer y os trataré lo
mejor que sea posible.
HARPAGÓN. No se trata de eso.
MAESE SANTIAGO. Si no os obsequio como quisiera, es culpa del señor intendente,
que me ha recortado las alas con las tijeras de su economía.
HARPAGÓN. ¡Traidor! No se trata ahora de la cena, y quiero que me des noticias
del dinero que me han quitado.
MAESE SANTIAGO. ¿Os han quitado dinero?
HARPAGÓN. Sí, truhán; y voy a hacer que te ahorquen si no me lo devuelves.
COMISARIO. (A Harpagón.) ¡Dios mío! No le maltratéis. Veo por su cara que es un
hombre honrado, y que, sin necesidad de meterlo en la cárcel, os descubrirá lo
que queréis saber. Sí, amigo mío; si nos confesáis la cosa, no se os hará ningún
daño y seréis recompensado como es debido por vuestro amo. Le han quitado hoy su
dinero, y tenéis que saber alguna noticia de ese asunto.
MAESE SANTIAGO. (Bajo, aparte.) He aquí justamente lo que necesito para vengarme
de nuestro intendente. Desde que ha entrado aquí es el favorito; sólo se
escuchan sus consejos, y tengo también contra él el agravio de los palos
recientes.
HARPAGÓN. ¿Qué estás rumiando?
COMISARIO. (A Harpagón.) Dejadme hacer. Se dispone a complaceros, y ya os he
dicho que era un hombre honrado.
MAESE SANTIAGO. Señor, si queréis que os diga las cosas, creo que es vuestro
querido intendente quien ha dado el golpe.
HARPAGÓN. ¿Valerio?
MAESE SANTIAGO. Sí.
HARPAGÓN. ¡Él que me parecía tan fiel!
MAESE SANTIAGO. Sí; él mismo. Creo que ha sido quien os ha robado.
HARPAGÓN. ¿Y por qué lo crees?
MAESE SANTIAGO. ¿Por qué?
HARPAGÓN. Sí...
MAESE SANTIAGO Lo creo... porque lo creo.
COMISARIO. Mas es preciso decir los indicios que tenéis.
HARPAGÓN. ¿Le has visto merodear alrededor del sitio donde había yo puesto mi
dinero?
MAESE SANTIAGO. Sí, en verdad. ¿Dónde estaba vuestro dinero?
HARPAGÓN. En el jardín.
MAESE SANTIAGO. Justamente; le he visto merodear por el jardín. ¿Y dónde estaba
guardado ese dinero?
HARPAGÓN. En una arquilla.
MAESE SANTIAGO. Ahí está el asunto. Le he visto con una arquilla.
HARPAGÓN. ¿Y cómo era esa arquilla? Veré si es la mía.
MAESE SANTIAGO. ¿Cómo es?
HARPAGÓN. Sí.
MAESE SANTIAGO. Es... es como una arquilla.
COMISARIO. Por supuesto. Mas describidla un poco para que veamos...
MAESE SANTIAGO. Es una arquilla grande.
HARPAGÓN. La que me han robado es pequeña.
MAESE SANTIAGO. ¡Ah, sí! Es pequeña si se quiere tomarlo por ahí; mas yo la
llamo grande por lo que contiene.
COMISARIO. ¿Y de qué color es?
MAESE SANTIAGO. ¿De qué color?
COMISARIO. Sí.
MAESE SANTIAGO. Es de color...; eso es, de cierto color... ¿No podríais ayudarme
a hablar?
HARPAGÓN. ¡Pchs!
MAESE SANTIAGO. ¿No es roja?
HARPAGÓN. No; gris.
MAESE SANTIAGO. ¡Ah, sí! Roja-gris, eso es lo que quería decir.
HARPAGÓN. No hay duda alguna; es ella evidentemente. Escribid, señor, escribid
su declaración. ¡Cielos! ¿De quién fiarse en lo sucesivo? No hay que decir nunca
de esta agua no beberé; creo, después de esto, que acabaré por robarme a mí
mismo.
MAESE SANTIAGO. (A Harpagón.) Señor, aquí vuelve. No vayáis a decirle, por lo
menos, que soy yo quien os ha descubierto eso.
ESCENA III
HARPAGÓN, el COMISARIO, su ESCRIBIENTE, VALERIO y MAESE SANTIAGO
HARPAGÓN. Acércate; ven a confesar la más negra acción, el atentado más horrible
que se haya cometido nunca.
VALERIO. ¿Qué queréis, señor?
HARPAGÓN. ¡Cómo, traidor! ¿No te avergüenzas de tu crimen?
VALERIO. ¿De qué crimen queréis hablar?
HARPAGÓN. ¿De qué crimen quiero hablar, infame? ¡Como si no supieras lo que
quiero decir! Es inútil que pretendas encubrirlo; está descubierto el asunto y
acaban de contármelo todo. ¡Cómo! ¡Abusar así de mi bondad, introducirte
deliberadamente en mi casa para traicionarme y hacerme una jugarreta de esta
naturaleza!
VALERIO. Señor, puesto que os han descubierto todo, no quiero emplear rodeos ni
negaros la acción.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) ¡Oh, oh! ¿Habré yo adivinado sin saberlo?
VALERIO. Era propósito mío hablaros de ello, y quería esperar para hacerlo a
unas circunstancias favorables; mas puesto que es así, os ruego que no os
enojéis y que accedáis a escuchar mis razones.
HARPAGÓN. ¿Y qué lindas razones puedes darme, infame ladrón?
VALERIO. ¡Ah, señor! No merezco esos nombres. Cierto es que he cometido una
ofensa contra vos; mas, después de todo, mi culpa es perdonable.
HARPAGÓN. ¡Cómo...! ¿Perdonable! ¿Una traición, un asesinato de este género...?
VALERIO. Por favor, no os encolericéis. Cuando me hayáis oído, veréis que el
daño no es tan grande como creéis.
HARPAGÓN. ¡Que no es tan grande el daño como creo! ¡Cómo! ¡Mi sangre, mis
entrañas, bergante!
VALERIO. Vuestra sangre, señor, no ha caído en malas manos. Soy de una clase que
no la perjudicará, y no hay nada, en todo esto, que no pueda yo reparar.
HARPAGÓN. Esa es mi intención, y que me restituyas lo que me has quitado.
VALERIO. Vuestra honra, señor, quedará plenamente satisfecha.
HARPAGÓN. No se trata aquí de la honra. Mas dime: ¿quién te ha impulsado a esa
acción?
VALERIO. ¡Ay! ¿Me lo preguntáis?
HARPAGÓN. Sí; te lo pregunto, en efecto.
VALERIO. Un dios que lleva en sí la disculpa de todo cuanto obliga a hacer: el
Amor.
HARPAGÓN. ¿El amor?
VALERIO. Sí.
HARPAGÓN. ¡Bonito amor, bonito amor, a fe mía! ¡El amor a mis luises de oro!
VALERIO. No, señor; no son vuestras riquezas las que me han tentado; no es eso
lo que me ha deslumbrado, y os aseguro que no aspiro, en modo alguno, a vuestros
bienes, con tal que me dejéis el que poseo.
HARPAGÓN. ¡No lo haré, por todos los diablos! No te lo dejaré. ¡Mas ved su
insolencia queriendo quedarse con lo que me ha robado!
VALERIO. ¿Y llamáis a eso robo?
HARPAGÓN. ¿Que si lo llamo robo? ¡Un tesoro como éste!
VALERIO. Es un tesoro, verdaderamente, y el más preciado que poseéis, sin duda;
mas no lo perderéis dejándomelo. Os pido de rodillas ese tesoro lleno de
encantos, y si queréis obrar bien, habréis de concedérmelo.
HARPAGÓN. No haré tal. ¿Qué quiere esto decir?
VALERIO. Nos hemos prometido fidelidad mutua y hemos jurado no separarnos.
HARPAGÓN. ¡Admirable juramento y divertida promesa!
VALERIO. Sí; nos hemos comprometido a ser el uno del otro para siempre.
HARPAGÓN. Os lo impediré; estad seguro.
VALERIO. Solamente la muerte puede separarnos.
HARPAGÓN. ¡Eso es estar maniático por mi dinero!
VALERIO. Ya os he dicho, señor, que no era el interés lo que me había empujado a
hacer lo que he hecho. Mi corazón no ha obrado por los móviles que imagináis, y
un motivo más noble me ha inspirado esta resolución.
HARPAGÓN. ¡Ya veréis cómo resulta que quiere quedarse con mi caudal por caridad
cristiana! Mas yo tomare mis medidas, y la Justicia, descarado bergante, va a
ampararme en todo.
VALERIO. Empleadla como queráis; estoy dispuesto a sufrir cuantas violencias os
plazcan; mas os ruego que creáis, al menos, que si existe perjuicio, sólo debe
acusárseme a mí, y que vuestra hija no tiene culpa en todo ello.
HARPAGÓN. Así lo creo, realmente; sería muy extraño que mi hija hubiera estado
complicada en este crimen. Mas quiero recuperar mi fortuna y que me confieses
adónde la has llevado.
VALERIO. ¿Yo? No la he llevado a ningún sitio; sigue en vuestra casa.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Oh, mi querida arquilla! (Alto.) ¿No ha salido de mi casa?
VALERIO. No, señor.
HARPAGÓN. ¡Eh! Dime entonces: ¿no la has tocado?
VALERIO. ¡Tocarla yo! ¡Ah!, la ofendéis, e igualmente a mí. Y la pasión que por
ella siento es muy pura y muy respetuosa.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Que siente pasión por mi arquilla!
VALERIO. Preferiría morir antes que dedicarle un pensamiento ofensivo: es ella
demasiado digna y no menos honesta para eso.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Que mi arquilla es demasiado honesta!
VALERIO. Todos mis deseos se han reducido a gozar de su contemplación, y nada
que sea criminal ha profanado la pasión que sus bellos ojos me han inspirado.
HARPAGÓN. ¡Los bellos ojos de mi arquilla! Habla de ella como un enamorado de su
amada.
VALERIO. Doña Claudia, señor, sabe la verdad de esta aventura, y ella puede
atestiguar...
HARPAGÓN. ¡Cómo! ¿Mi sirvienta es cómplice del negocio?
VALERIO. Sí, señor; ha sido testigo de nuestro compromiso, y sólo después de
conocer la honestidad de mi pasión me ha ayudado a convencer a vuestra hija de
que me entregase su palabra y de que aceptara la mía.
HARPAGÓN. (Aparte.) ¡Eh! ¿Es que el miedo a la Justicia le hace desvariar? (A
Valerio.) ¿Por qué mezclar a mi hija en esto?
VALERIO. Digo, señor, que me ha costado grandísimo trabajo hacer que consintiera
su pudor en lo que mi amor deseaba.
HARPAGÓN. El pudor, ¿de quién?
VALERIO. De vuestra hija, y tan sólo desde ayer ha querido dedicarse a que
firmásemos una promesa de casamiento.
HARPAGÓN. ¿Mi hija te ha firmado una promesa de casamiento?
VALERIO. Sí, señor, y yo, por mi parte, le he firmado otra.
HARPAGÓN. ¡Oh, cielos, otra gran desdicha!
MAESE SANTIAGO. (Al Comisario.) Escribid, señor, escribid.
HARPAGÓN. ¡Agravación del mal! ¡Acrecimiento de la desesperación! (Al
Comisario.) Vamos, señor; desempeñad el deber de vuestro cargo e instruidle una
querella por ladrón y por seductor.
MAESE SANTIAGO. Por ladrón y por seductor...
VALERIO. Esos son nombres que no me corresponden, y cuando sepan quién soy...
ESCENA IV
HARPAGÓN, ELISA, MARIANA, VALERIO, FROSINA, MAESE SANTIAGO, el COMISARIO y su
ESCRIBIENTE
HARPAGÓN. ¡Ah, hija malvada! ¡Hija indigna de un padre como yo! ¿Así es como
pones en práctica las lecciones que te he dado? ¿Te enamoras de un infame ladrón
y te comprometes con él sin mi consentimiento? Mas vais a quedar chasqueados el
uno y el otro. (A Elisa.) Cuatro buenos muros me responderán de tu conducta. (A
Valerio.) Y una buena horca domeñará tu osadía.
VALERIO. No será vuestra pasión la que juzgue el asunto, y, cuando menos, me
escucharán antes de condenarme.
HARPAGÓN. Me he engañado al decir una horca: te descuartizarán vivo.
ELISA. (De rodillas ante Harpagón.) ¡Ah, padre mío! Mostrad unos sentimientos
más humanos, os lo ruego, y no llevéis las cosas a las últimos extremos de la
potestad paterna. No os dejéis arrastrar por los primeros arrebatos de vuestra
pasión y emplead algún tiempo en reflexionar sobre lo que queréis hacer. Tomaos
el trabajo de ver mejor al que consideráis ofensor vuestro. Es totalmente
distinto de lo que se figuran vuestros ojos, y os parecerá menos extraño que me
haya prometido a él cuando sepáis que sin él no me tendríais ya hace mucho
tiempo. Sí, padre mío; él es quien me salvó de aquel gran peligro que, como
sabéis, corrí en el agua, y a quien debéis la vida de esta hija, cuyo...
HARPAGÓN. Todo eso no es nada, y valía más para mí que te hubiera dejado ahogar
que hacer lo que ha hecho.
ELISA. Padre mío, os suplico, por el amor paterno, que me...
HARPAGÓN. No, no; no quiero oír nada, y es preciso que la Justicia cumpla su
deber.
MAESE SANTIAGO. (Aparte.) ¡Me pagarás mis palos!
FROSINA. (Aparte.) ¡Vaya un extraño enredo!
ESCENA V
ANSELMO, HARPAGÓN, ELISA, MARIANA, FROSINA, VALERIO, el COMISARIO, su
ESCRIBIENTE y MAESE SANTIAGO
ANSELMO. ¿Qué pasa, señor Harpagón? Os veo todo emocionado.
HARPAGÓN. ¡Ah, señor Anselmo! Soy el más desventurado de los hombres, ¡y he aquí
un trastorno y un desorden grande para el contrato que venía a formalizar! Me
asesinan en mi fortuna y en mi honor, y aquí tenéis un traidor, un malvado, que,
violando los sagrados derechos, se ha introducido en mi casa bajo el título de
criado para robarme mi dinero y seducir a mi hija.
VALERIO. ¡Quién piensa en vuestro dinero, con el que me estáis haciendo un
embrollo!
HARPAGÓN. Sí; se han dado uno a otro promesa de casamiento. Esta afrenta os
concierne, señor Anselmo, y sois vos quien debéis alzaros contra él y utilizar
todas las persecuciones de la Justicia para vengaros de su insolencia.
ANSELMO. No es mi deseo hacer que se case conmigo a la fuerza. No solicitar nada
de un corazón que se ha entregado ya; mas, en cuanto a vuestros intereses, estoy
dispuesto a defenderlos como si fueran míos.
HARPAGÓN. Aquí tenéis al señor, que es un honrado comisario y que no olvidará
nada, según me ha dicho, en las funciones de su cargo. (Al Comisario, señalando
a Valerio.) Encartadle como es debido, señor, y haced que los hechos tengan la
mayor criminalidad.
VALERIO. No veo qué crimen pueden imputarme por la pasión que siento hacia
vuestra hija, ni tampoco comprendo a qué suplicio creéis que puedo ser condenado
por nuestro compromiso cuando se sepa quién soy...
HARPAGÓN. Me río de todos vuestros cuentos, y el mundo está hoy lleno de estos
ladrones de nobleza, de estos impostores que sacan provecho de su oscuridad y se
revisten insolentemente con el primer nombre ilustre que se les ocurre adoptar.
VALERIO. Sabed que poseo un corazón demasiado digno para adornarme con algo que
no sea mío, y que todo Nápoles puede dar fe de mi alcurnia.
ANSELMO. ¡Poco a poco! Tened cuidado con lo que vais a decir. Arriesgáis aquí
más de lo que pensáis, y estáis hablando delante de un hombre que conoce a todo
Nápoles, y a quien le será fácil discernir con claridad en la historia que
contáis.
VALERIO. (Cubriéndose altivamente.) Soy hombre que no tiene nada que temer, y si
conocéis a Nápoles, sabréis quién era don Tomás de Alburci.
ANSELMO. Sin duda que lo sé, y pocas personas le han conocido mejor que yo.
HARPAGÓN. Me tienen sin cuidado don Tomás o don Martín. (Harpagón ve que están
encendidas dos velas y apaga una.)
ANSELMO. Por favor, dejadle hablar; veremos lo que quiere decir.
VALERIO. Quiero decir que él fue quien me dio la vida.
ANSELMO. ¡Él!
VALERIO. Sí.
ANSELMO. Vamos, bromeáis. Buscad otro cuento que pueda resultaros mejor y no
pretendáis salvaros con esa impostura.
VALERIO. Cuidad vuestras palabras. No es ninguna impostura, y no anticipo nada
que no me sea fácil justificar.
ANSELMO. ¿Cómo? ¡Os atrevéis a llamaros hijo de don Tomás de Alburci?
VALERIO. Sí; me atrevo a ello, y estoy dispuesto a sostener esta verdad ante
quien sea.
ANSELMO. ¡Maravillosa osadía! Sabed, para confusión vuestra, que hace dieciséis
años, cuando menos, el hombre de quien nos habláis pereció en el mar con sus
hijos y su esposa al querer salvar sus vidas de las persecuciones que
acompañaron las revueltas de Nápoles y que hicieron expatriarse a varias nobles
familias.
VALERIO. Sí; mas sabed, para confundiros, a mi vez, que su hijo, de siete años
de edad, fue salvado, en unión de un criado, de ese naufragio, por un navío
español, y que este hijo salvado es el que os habla. Sabed también que el
capitán de ese navío, conmovido ante mi suerte, me consagró su amistad, me hizo
educar como su propio hijo, y que las armas fueron mi ocupación en cuanto estuve
en aptitud de ello; que he sabido hace poco que mi padre no había muerto, como
yo creí siempre; que, al pasar por aquí para ir en su busca, una aventura,
concertada por el Cielo, me hizo ver a la encantadora Elisa; que este encuentro
me hizo esclavo de sus bellezas y que la violencia de mi amor y las severidades
de su padre me hicieron tomar la resolución de introducirme en su casa y de
enviar a otro en busca de mi padre.
ANSELMO. Mas ¿qué nuevas pruebas aparte de vuestras palabras, pueden
garantizarnos de que no sea ésta acaso una fábula que hayáis edificado sobre una
verdad?
VALERIO. El capitán español; un sello de rubíes, que era de mi padre; un
brazalete de ágata, que mi madre me había puesto en el brazo, y el viejo Pedro,
ese criado que se salvó conmigo del naufragio.
MARIANA. ¡Ah! Puedo responder aquí de vuestras palabras, yo, a quien no
engañáis, y todo cuanto decís me hace saber claramente que sois mi hermano.
VALERIO. ¡Vos mi hermana!
MARIANA. Sí. Mi corazón se ha conmovido no bien abristeis la boca, y nuestra
madre, a quien vais a cautivar, me habló mil veces de los infortunios de nuestra
familia. El Cielo no nos hizo perecer tampoco en ese triste naufragio; mas nos
salvó la vida y nos privó de libertad: fueron unos corsarios los que nos
recogieron a mi madre y a mí sobre unos restos de nuestro navío. Después de diez
años de esclavitud, una suerte venturosa nos devolvió nuestra libertad y
regresamos a Nápoles, donde encontramos todos nuestros bienes vendidos, sin que
pudiéramos saber allí noticias de nuestro padre. Nos trasladamos a Génova,
adonde mi madre fue a recoger los míseros residuos de una herencia que había
sido anulada, y desde allí, huyendo de la bárbara injusticia de sus parientes,
vino ella a estos lugares, en donde ha vivido tan sólo una vida casi mísera.
ANSELMO. ¡Oh, Cielos! ¡Qué rasgos los de tu poder y cuán claramente haces ver
que sólo a ti te pertenece el don de hacer milagros! Abrazadme, hijos míos, y
unid vuestros transportes a los de vuestro padre.
VALERIO. ¿Sois nuestro padre?
MARIANA. ¿Sois vos al que mi madre ha llorado tanto?
ANSELMO. Sí, hija mía; sí, hijo mío; soy don Tomás de Alburci, a quien el Cielo
preservó de las ondas con todo el dinero que llevaba, y que, creyéndoos muertos
a todos, durante dieciséis años, se disponía ahora, después de largos viajes, a
buscar en el himeneo con una dulce y discreta persona el consuelo de una nueva
familia. La escasa seguridad que para mi vida he podido apreciar si volvía a
Nápoles me ha hecho renunciar a ello para siempre, y habiendo sabido encontrar
medios de hacer que se vendiera allí lo que poseía, me he acostumbrado a vivir
aquí, donde, bajo el nombre de Anselmo, he querido alejar de mí las penas de ese
otro nombre, que tantos sinsabores me ocasionó.
HARPAGÓN. (A Anselmo.) ¿Éste es vuestro hijo?
ANSELMO. Sí.
HARPAGÓN. Os emplazo entonces a que me paguéis diez mil escudos que me ha
robado.
ANSELMO. ¿Que os ha robado él?
HARPAGÓN. Él en persona.
VALERIO. ¿Quién os ha dicho eso?
HARPAGÓN. Maese Santiago.
VALERIO. (A Maese Santiago.) ¿Lo has dicho tú?
MAESE SANTIAGO. Como veis, yo no digo nada.
HARPAGÓN. Sí. Aquí está el señor comisario, que le ha tomado declaración
escrita.
VALERIO. ¿Podéis creerme capaz de tan cobarde acción?
HARPAGÓN. Capaz o no, yo quiero recuperar mi dinero.
ESCENA VI
HARPAGÓN, ANSELMO, ELISA, MARIANA, CLEANTO, VALERIO, FROSINA, el COMISARIO, su
ESCRIBIENTE, MAESE SANTIAGO y FLECHA
CLEANTO. No os atormentéis padre mío, ni acuséis a nadie. He conseguido noticias
de vuestro asunto, y vengo a deciros que si queréis decidiros a dejarme casar
con Mariana, vuestro dinero os será devuelto.
HARPAGÓN. ¿Dónde está?
CLEANTO. No os aflijáis. Está en un sitio del que respondo, y todo depende de
mí. A vos toca decirme lo que decidís, y podéis escoger entre darme a Mariana o
perder vuestra arquilla.
HARPAGÓN. ¿No han quitado nada de ella?
CLEANTO. Nada en absoluto. Ved si es vuestra intención suscribir este casamiento
y unir vuestro consentimiento al de su madre, que la deja en libertad de hacer
su elección entre nosotras dos.
MARIANA. (A Cleanto.) Mas no sabéis que no basta con ese consentimiento, y que
el Cielo (señalando a Valerio), con el hermano que aquí veis, acaba de
devolverme un padre (señalando a Anselmo), a quien debéis pedirme.
ANSELMO. El Cielo, hijos míos, no ha vuelto a traerme entre vosotros para que
contraríe vuestros anhelos. Señor Harpagón, claramente comprendéis que la
elección de una joven recaerá en el hijo antes que en el padre; vamos, no hagáis
que os diga lo que no es necesario que escuchéis, y consentid, como yo, en este
doble himeneo.
HARPAGÓN. Para buscar consejo tengo que ver mi arquilla.
CLEANTO. La veréis sana e íntegra.
HARPAGÓN. No tengo dinero que dar en matrimonio a mis hijos.
ANSELMO. Pues bien, yo lo tengo para los dos; no os preocupéis por esto.
HARPAGÓN. ¿Os comprometéis a correr con todos los gastos de estos dos
casamientos?
ANSELMO. Sí, me comprometo a ello. ¿Estáis satisfecho?
HARPAGÓN. Sí, con tal que me encarguéis un traje para las bodas.
ANSELMO. De acuerdo. Vamos a gozar de la dicha que este día feliz nos depara.
COMISARIO. ¡Hola, señores, hola! Poco a poco, si os place. ¿Quién me abonará mis
escritos?
HARPAGÓN. De nada nos sirven vuestros escritos.
COMISARIO. ¡Sí! Mas yo no tengo la intención de haberlos hecho gratuitamente.
HARPAGÓN. (Señalando a Maese Santiago.) Como pago, os entrego a este hombre para
que le mandéis ahorcar.
MAESE SANTIAGO. ¡Ah! ¿Cómo hay que proceder entonces? ¡Me apalean por decir la
verdad y quieren colgarme por mentir!
ANSELMO. ¡Señor Harpagón, hay que perdonarle esa impostura!
HARPAGÓN. ¿Pagaréis, entonces, al comisario?
ANSELMO. Sea. Vamos pronto a participar nuestra alegría a vuestra madre.
HARPAGÓN. Y yo, a ver mi arquilla querida.
FIN
NOTAS
1. Dote: Bienes que aporta la mujer al matrimonio o que dan a los esposos sus
padres o terceras personas, en vista de su matrimonio.
2. Chanza: Broma, burla.
3. Antiparras: Anteojos, gafas. |