Poemas de José Asunción Silva
A ti
Crepúsculo
Egalité
Infancia
Junto a la cuna
La ventana
Nocturno III
Nocturno
Un poema
Vejeces
¡Poeta, di paso
A ti
Tú no lo sabes, mas yo he soñado
entre mis sueños color de armiño,
horas de dicha con tus amores,
besos ardientes, quedos suspiros
cuando la tarde se tiñe de oro
esos espacios que juntos vimos,
cuando mi alma su vuelo emprende
a las regiones de lo infinito.
Crepúsculo
En la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno,
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños.
Sobre un fondo de tonos nacarados
la silueta del templo
las altas tapias del jardín antiguo
y los árboles negros,
cuyas ramas semejan un encaje
movidas por el viento
se destacan oscuras, melancólicas
como un extraño espectro!
En estas horas de solemne calma
vagan los pensamientos
y buscan a la sombra de lo ignoto
la quietud y el silencio.
Se recuerdan las caras adoradas
de los queridos muertos
que duermen para siempre en el sepulcro
y hace tanto no vemos.
Bajan sobre las cosas de la vida
las sombras de lo eterno
y las almas emprenden su viaje
al país del recuerdo.
También vamos cruzando lentamente
de la vida el desierto
también en el sepulcro helada sima
más tarde dormiremos.
Que en la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños!
Egalité
Juan Lanas, el mozo de esquina,
es absolutamente igual
al Emperador de la China:
los dos son el mismo animal.
Juan Lanas cubre su pelaje
con nuestra manta nacional;
el gran magnate lleva un traje
de seda verde excepcional.
Del uno cuidan cien dragones
de porcelana y de cristal;
Juan Lanas carga maldiciones
y gruesos fardos por un real,
pero si alguna mandarina
siguiendo el instinto sexual
al Emperador se avecina
en el traje tradicional
que tenía nuestra madre Eva
en aquella tarde fatal
en que se comieron la breva
del árbol del Bien y del Mal,
y si al mismo Juan una Juana
se entrega por modo brutal
y palpita la bestia humana
en un solo espasmo sexual,
Juan Lanas, el mozo de esquina,
es absolutamente igual
al Emperador de la China:
los dos son el mismo animal.
Infancia
Esos recuerdos con olor de helecho
Son el idilio de la edad primera.
G.G.G.
Con el recuerdo vago de las cosas
que embellecen el tiempo y la distancia,
retornan a las almas cariñosas,
cual bandadas de blancas mariposas,
los plácidos recuerdos de la infancia.
¡Caperucita, Barba Azul, pequeños
liliputienses, Gulliver gigante
que flotáis en las brumas de los sueños,
aquí tended las alas,
que yo con alegría
llamaré para haceros compañía
al ratoncito Pérez y a Urdimalas!
¡Edad feliz! Seguir con vivos ojos
donde la idea brilla,
de la maestra la cansada mano,
sobre los grandes caracteres rojos
de la rota cartilla,
donde el esbozo de un bosquejo vago,
fruto de instantes de infantil despecho,
las separadas letras juntas puso
bajo la sombra de impasible techo.
En alas de la brisa
del luminoso Agosto, blanca, inquieta
a la región de las errantes nubes
hacer que se levante la cometa
en húmeda mañana;
con el vestido nuevo hecho jirones,
en las ramas gomosas del cerezo
el nido sorprender de copetones;
escuchar de la abuela
las sencillas historias peregrinas;
perseguir las errantes golondrinas,
abandonar la escuela
y organizar horrísona batalla
en donde hacen las piedras de metralla
y el ajado pañuelo de bandera;
componer el pesebre
de los silos del monte levantados;
tras el largo paseo bullicioso
traer la grama leve,
los corales, el musgo codiciado,
y en extraños paisajes peregrinos
y perspectivas nunca imaginadas,
hacer de áureas arenas los caminos
y del talco brillante las cascadas.
Los Reyes colocar en la colina
y colgada del techo
la estrella que sus pasos encamina,
y en el portal el Niño-Dios riente
sobre el mullido lecho
de musgo gris y verdecino helecho.
¡Alma blanca, mejillas sonrosadas,
cutis de níveo armiño,
cabellera de oro,
ojos vivos de plácidas miradas,
cuán bello hacéis al inocente niño!...
Infancia, valle ameno,
de calma y de frescura bendecida
donde es süave el rayo
del sol que abrasa el resto de la vida.
¡Cómo es de santa tu inocencia pura,
cómo tus breves dichas transitorias,
cómo es de dulce en horas de amargura
dirigir al pasado la mirada
y evocar tus memorias!
Junto a la cuna
Junto a la cuna aún no está encendida
la lámpara tibia, que alegra y reposa,
y se filtra opaca, por entre cortinas
de la tarde triste la luz azulosa.
Los niños cansados suspenden los juegos,
de la calle vienen extraños ruïdos,
en estos momentos, en todos los cuartos,
se van despertando los duendes dormidos.
La sombra que sube por los cortinajes,
para los hermosos oyentes pueriles,
se puebla y se llena con los personajes
de los tenebrosos cuentos infantiles.
Flota en ella el pobre Rin Rin Renacuajo,
corre y huye el triste Ratoncito Pérez,
y la entenebrece la forma del trágico
Barba Azul, que mata sus siete mujeres.
En unas distancias enormes e ignotas,
que por los rincones oscuros suscita,
andan por los prados el Gato con Botas,
y el Lobo que marcha con Caperucita.
Y, ágil caballero, cruzando la selva,
do vibra el ladrido fúnebre de un gozque,
a escape tendido va el Príncipe Rubio
a ver a la Hermosa Durmiente del Bosque.
Del infantil grupo se levanta leve
argentada y pura, una vocecilla,
que comienza: «Entonces se fueron al baile
y dejaron sola a la Cenicentilla!
»Se quedó la pobre triste en la cocina,
de llanto de pena nublados los ojos,
mirando los juegos extraños que hacían
en las sombras negras los carbones rojos.
»Pero vino el Hada que era su madrina,
le trajo un vestido de encaje y crespones,
le hizo un coche de oro de una calabaza,
convirtió en caballos unos seis ratones,
»le dio un ramo enorme de magnolias húmedas,
unos zapaticos de vidrio, brillantes,
y de un solo golpe de la vara mágica
las cenizas grises convirtió en diamantes!»
Con atento oído las niñas la escuchan,
las muñecas duermen, en la blanda alfombra
medio abandonadas, y en el aposento
la luz disminuye, se aumenta la sombra!
¡Fantásticos cuentos de duendes y hadas,
llenos de paisajes y de sugestiones,
que abrís a lo lejos amplias perspectivas
a las infantiles imaginaciones!
Cuentos que nacisteis en ignotos tiempos
y que vais, volando, por entre lo oscuro,
desde los potentes Aryos primitivos,
hasta las enclenques razas del futuro.
Cuentos que repiten sencillas nodrizas
muy paso, a los niños, cuando no se duermen,
y que en sí atesoran del sueño poético
el íntimo encanto, la esencia y el germen.
Cuentos más durables que las convicciones
de graves filósofos y sabias escuelas,
y que rodeasteis con vuestras ficciones,
Las cunas doradas de las bisabuelas.
¡Fantásticos cuentos de duendes y hadas
que pobláis los sueños confusos del niño,
el tiempo os sepulta por siempre en el alma
y el hombre os evoca, con hondo cariño!
La ventana
Oh temps évanouis! O splendeur éclipsées,
Oh soleils descendus derrière l'horizon!
Víctor Hugo
Al frente de un balcón, blanco y dorado,
obra de nuestro siglo diez y nueve
hay en la estrecha calle una muy vieja
ventana colonial. Bendita rama
adorna la gran reja,
de barrotes de hierro colosales,
que tiene en lo más alto un monograma
hecho de incomprensibles iniciales.
A la lumbre postrera
del sol en occidente, ¿quién no espera,
mirar allí, sombría,
medio perdida en la rizada gola,
la cabeza severa
de algún oidor, o los oscuros ojos
de una dama española
de nacarada tez y labios rojos,
que al venir de la hermosa Andalucía
a la colonia nueva
el germen de letal melancolía
por el recuerdo de la patria lleva?
¡Pero no, ni las sombras le han quedado
de los que vio perderse en el pasado;
loca turba infantil la invade ahora,
uno ríe, otro llora;
a la palma bendita
la niña arranca retejida rama,
y mientras uno al compañero llama
con incansable afán el otro grita.
No guarda su memoria
de la ventana la vetusta historia
y sólo en ella fija
la atención el poeta,
para quien tienen una voz secreta
los líquenes grisosos
que al nacer en la estatua alabastrina,
del beso de los siglos son señales,
y a quien narran poemas misteriosos
las sombras de las viejas catedrales!
Hoy hace más de un siglo, ha muchos años,
ella escuchó la cántiga española
que tristes desengaños,
o desventuras amorosas narra
de la alta noche en la quietud serena,
acompañada en la gentil guitarra,
por noble caballero
a quien tornara con la estrofa grata
el recuerdo de alegre serenata
dada en la aristocrática Sevilla,
cabe el Guadalquivir, do en claras noches
la calada Giralda se retrata
y la luz de la luna limpia brilla.
La brisa, dulce y leve,
como las vagas formas del deseo,
llevó al pasar por los barrotes duros,
aroma de azahares y de lirios,
en las risueñas fiestas de himeneo,
juramentos de amor, santos y puros,
de mortuörios cirios
el triste olor, las plácidas historias,
conque la noble abuela
al rubio nieto adormeció en la cuna
y la oración que hacia los cielos vuela
suave como los rayos de la luna.
Inútil, allí, a solas,
ella miró pasar generaciones,
como pasan, con raudo movimiento,
sobre la playa las marinas olas
en la sombra los coros de visiones
y las aristas leves en el viento;
y ora mira la turba de los niños
de risueñas mejillas sonrosadas,
que al asomar tras de la fuerte reja
sonriente semeja
un ramo de camelias encarnadas!
¡Ay! Todo pasará, -niñez risueña,
juventud sonrïente,
edad viril que en el futuro sueña,
vejez llena de afán...
... Tal vez mañana,
cuando de aquellos niños queden sólo
las ignotas y viejas sepulturas
aún tenga el mismo sitio la ventana.
Nocturno III
Una noche
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de älas,
Una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda,
muda y pálida
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,
por la senda que atraviesa la llanura florecida
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
y tu sombra
fina y lángida
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada
sobre las arenas tristes
de la senda se juntaban.
Y eran una
y eran una
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
¡y eran una sola sombra larga!
Esta noche
solo, el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
por el infinito negro,
donde nuestra voz no alcanza,
solo y mudo
por la senda caminaba,
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida
y el chillido
de las ranas,
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
¡entre las blancuras níveas
de las mortüorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
Era el frío de la nada…
Y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola,
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella… ¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de
lágrimas!...
Nocturno
Oh dulce niña pálida, que como un montón de oro
de tu inocencia cándida conservas el tesoro;
a quien los más audaces, en locos devaneos,
jamás se han acercado con carnales deseos;
tú, que adivinar dejas inocencias extrañas
en tus ojos velados por sedosas pestañas,
y en cuyos dulces labios -abiertos sólo al rezo-
jamás se habrá posado ni la sombra de un beso...
Dime quedo, en secreto, al oído, muy paso,
con esa voz que tiene suavidades de raso:
si entrevieras dormida a aquel con quien tú sueñas,
tras las horas de baile rápidas y risueñas,
y sintieras sus labios anidarse en tu boca
y recorrer tu cuerpo, y en tu lascivia loca
besar tus pliegues de tibio aroma llenos
y las rígidas puntas rosadas de tus senos;
si en los locos, ardientes y profundos abrazos
agonizar soñar de placer en sus brazos,
por aquel de quien eres todas las alegrías,
¡Oh dulce niña pálida!, di, ¿te resistirías?
Un poema
Soñaba en ese entonces en forjar un poema,
de arte nervioso y nuevo obra audaz y suprema,
Escogí entre un asunto grotesco y otro trágico
Llamé a todos los ritmos con un conjuro mágico
Y los ritmos indóciles vinieron acercándose,
Juntándose en las sombras, huyéndose y buscándose;
Ritmos sonoros, ritmos potentes, ritmos graves,
Unos cual choques de armas, otros cual cantos de aves,
De Oriente hasta Occidente, desde el Sur hasta el Norte,
De metros y de formas se presentó la corte.
Tascando frenos áureos bajo las riendas frágiles
Cruzaron los tercetos, como corceles ágiles
Abriéndose ancho paso por entre aquella grey
Vestido de oro y púrpura llegó el soneto rey,
Y allí cantaron todos... Entre la algarabía,
Me fascinó el espíritu, por su coquetería,
Alguna estrofa aguda que excitó mi deseo
Con el retintín claro de su campanilleo.
Y la escogí entre todas... Por regalo nupcial
Le di unas rimas ricas, de plata y de cristal.
En ella conté un cuento, que huyendo lo servil
Tomó un carácter trágico, fantástico y sutil,
Era la historia triste, desprestigiada y cierta,
De una mujer hermosa, idolatrada y muerta,
Y para que sintieran la amargura, exprofeso,
Junté sílabas dulces como el sabor de un beso,
Bordé las frases de oro, les di música extraña
Como de mandolinas que un laúd acompaña,
Dejé en una luz vaga las hondas lejanías,
Llenas de nieblas húmedas y de melancolías
Y por el fondo oscuro, como en mundana fiesta,
Cruzan ágiles máscaras al compás de la orquesta,
Envueltas en palabras que ocultan como un velo,
Y con caretas negras de raso y terciopelo,
Cruzar hice en el fondo las vagas sugestiones
De sentimientos místicos y humanas tentaciones...
Complacido en mis versos, con orgullo de artista,
Les dí olor de heliotropos y color de amatista...
Le mostré mi poema a un crítico estupendo...
Y lo leyó seis veces y me dijo... No entiendo!
Vejeces
Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
sin voz y sin color, saben secretos
de las épocas muertas, de las vidas
que ya nadie conserva en la memoria,
y a veces a los hombres, cuando inquietos
las miran y las palpan, con extrañas
voces de agonizante dicen, paso,
casi al oído, alguna rara historia
que tiene oscuridad de telarañas,
son de laúd, y suavidad de raso.
¡Colores de anticuada miniatura,
hoy, de algún mueble en el cajón, dormida;
cincelado puñal; carta borrosa,
tabla en que se deshace la pintura
por el tiempo y el polvo ennegrecida;
histórico blasón, donde se pierde
la divisa latina, presuntuosa,
medio borrada por el liquen verde;
misales de las viejas sacristías;
de otros siglos fantásticos espejos
que en el azogue de las lunas frías
guardáis de lo pasado los reflejos;
arca, en un tiempo de ducados llena,
crucifijo que tanto moribundo,
humedeció con lágrimas de pena
y besó con amor grave y profundo;
negro sillón de Córdoba; alacena
que guardaba un tesoro peregrino
y donde anida la polilla sola;
sortija que adornaste el dedo fino
de algún hidalgo de espadín y gola;
mayúsculas del viejo pergamino;
batista tenue que a vainilla hueles;
seda que te deshaces en la trama
confusa de los ricos brocateles;
arpa olvidada que al sonar, te quejas;
barrotes que formáis un monograma
incomprensible en las antiguas rejas,
el vulgo os huye, el soñador os ama
y en vuestra muda sociedad reclama
las confidencias de las cosas viejas!
El pasado perfuma los ensueños
con esencias fantásticas y añejas
y nos lleva a lugares halagüeños
en épocas distantes y mejores,
por eso a los poetas soñadores,
les son dulces, gratísimas y caras,
las crónicas, historias y consejas,
las formas, los estilos, los colores
las sugestiones místicas y raras
y los perfumes de las cosas viejas!
¡Poeta, di paso
¡Poeta, di paso
los furtivos besos!
¡La sombra! ¡Los recuerdos! La luna no vertía
allí ni un solo rayo... Temblabas y eras mía.
Temblabas y eras mía bajo el follaje espeso,
una errante luciérnaga alumbró nuestro beso,
el contacto furtivo de tus labios de seda...
La selva negra y mística fue la alcoba sombría...
En aquel sitio el musgo tiene olor de reseda...
Filtró luz por las ramas cual si llegara el día;
entre las nieblas pálidas la luna aparecía...
¡Poeta, di paso
los íntimos besos!
¡Ah, de las noches dulces me acuerdo todavía!
En señorial alcoba, do la tapicería
amortiguaba el ruido con sus hilos espesos,
desnuda tú en mis brazos, fueron míos tus besos;
tu cuerpo de veinte años entre la roja seda,
tus cabellos dorados y tu melancolía,
tus frescuras de virgen y tu olor de reseda...
Apenas alumbraba la lámpara sombría
los desteñidos hilos de la tapicería.
¡Poeta, di paso
el último beso!
¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía!
El ataúd heráldico en el salón yacía,
mi oído, fatigado por vigilias y excesos,
sintió como a distancia los monótonos rezos.
Tú, mustia, yerta y pálida entre la negra seda.
La llama de los cirios temblaba y se movía,
perfumaba la atmósfera un olor de reseda,
un crucifijo pálido los brazos extendía
¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!
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