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(Villa María del Río Seco, Argentina, 1874 - Buenos Aires, 1938)

 

 

Poemas de Leopoldo Lugones


A Rubén Darío y otros cómplices

A ti, única - Quinteto de la luna y del mar

Al jorobado

Aria de media noche

Delectación morosa

Díptico galante

Divagación lunar

El canto de la angustia

El dolor de amar

El encanto de la noche

El pescador de sirenas

El solterón

La blanca soledad

La estrella del pescador

La palmera

La última careta

Nocturno

Salmo pluvial

Tenis





A Rubén Darío y otros cómplices

Aut insanit homo, aut versus facit
HOR., Sat. VII, lib. II


Habéis de saber
que en cuitas de amor,
por una mujer
padezco dolor.


Esa mujer es la luna,
que en azar de amable guerra,
va arrastrando por la tierra
mi esperanza y mi fortuna.

La novia eterna y lejana
a cuya nívea belleza
mi enamorada cabeza
va blanqueando cana a cana.

Lunar blancura que opreso
me tiene en dulce coyunda,
y si a mi alma vagabunda
la consume beso a beso,

a noble cisne la iguala,
ungiéndola su ternura
con toda aquella blancura
que se le convierte en ala.

En cárcel de tul,
su excelsa beldad
captó el ave azul
de mi libertad.


A su amante expectativa
ofrece en claustral encanto,
su agua triste como el llanto
la fuente consecutiva.

Brilla en lo hondo, entre el murmurio,
como un infusorio abstracto,
que mi más leve contacto
dispersa en fútil mercurio.

A ella va, fugaz sardina,
mi copla en su devaneo,
frita en el chisporroteo
de agridulce mandolina.

Y mi alma, ante el flébil cauce,
con la líquida cadena,
deja cautivar su pena
por la dríada del sauce.

Su plata sutil
me dio la pasión
de un dardo febril
en el corazón.


Las guías de mi mostacho
trazan su curva; en mi yelmo,
brilla el fuego de San Telmo
que me erige por penacho.

Su creciente está en el puño
de mi tizona, en que riela
la calidad paralela
de algún ínclito don Nuño.

Desde el azul, su poesía
me da en frialdad abstrusa,
como la neutra reclusa
de una pálida abadía.

Y más y más me aquerencio
con su luz remota y lenta,
que las noches trasparenta
como un alma del silencio.

Habéis de saber
que en cuitas de amor,
padezco dolor
por esa mujer.






A ti, única - Quinteto de la luna y del mar

PIANO

Un poco de cielo y un poco de lago
donde pesca estrellas el grácil bambú,
y al fondo del parque, como íntimo halago,
la noche que mira como miras tú.

Florece en los lirios de tu poesía
la cándida luna que sale del mar,
y en flébil delirio de azul melodía,
te infunde una vaga congoja de amar.

Los dulces suspiros que tu alma perfuman
te dan, como a ella, celeste ascensión.
La noche.... tus ojos.... un poco de Schuman...
y mis manos llenas de tu corazón.

PRIMER VIOLÍN

Largamente, hasta tu pie
se azula el mar ya desierto,
y la luna es de oro muerto
en la tarde rosa té.

Al soslayo de la luna
recio el gigante trabaja,
susurrándote en voz baja
los ensueños de la luna.

Y en lenta palpitación,
más grave ya con la sombra,
viene a tenderte de alfombra
su melena de león.

SEGUNDO VIOLÍN

La luna te desampara
y hunde en el confín remoto
su punto de huevo roto
que vierte en el mar su clara.

Medianoche van a dar,
y al gemido de la ola,
te angustias, trémula y sola,
entre mi alma y el mar.

CONTRABAJO

Dulce luna del mar que alargas la hora
de los sueños de amor; plácida perla
que el corazón en lágrima atesora
y no quiere llorar por no perderla.

Así el fiel corazón se queda grave,
y por eso el amor, áspero o blando,
trae un deseo de llorar, tan suave,
que sólo amarás bien si amas llorando.

VIOLONCELO

Divina calma del mar
donde la luna dilata
largo reguero de plata
que induce a peregrinar.

En la pureza infinita
en que se ha abismado el cielo,
un ilusorio pañuelo
tus adioses solicita.

Y ante la excelsa quietud,
cuando en mis brazos te estrecho
es tu alma, sobre mi pecho,
melancólico laúd.





Al jorobado

Sabio jorobado, pide a la taberna,
comadre del diablo, su teta de loba.
El vino te enciende como una linterna
y en turris eburnea trueca tu joroba,
porque de nodriza tuviste una loba
como los gemelos de Roma la Eterna.

Sabio jorobado, tu pálida mueca
tiene óxidos de odio como los puñales,
y los dados sueltos de tu risa seca
con los cascabeles disuenan rivales.
Tu risa amenaza como los puñales,
como un moribundo se tuerce tu mueca.

Sabio jorobado, la pálida estrella
que tú enamorabas desde una cornisa,
como blanca novia, como astral doncella,
del balcón del cielo cuelga su camisa.
Un gato me ha dicho desde la cornisa,
sabio jorobado, que duermes con ella.

Demanda a la luna tu disfraz de boda
y en íntimo lance finge a Pulcinela.
Pulula en el río tanta lentejuela
para esos brocatos a la última moda,
que en su fondo debes celebrar tu boda
tal como un lunólogo dandy a la alta escuela.





Aria de media noche

Luna, son las doce.
Con feliz auspicio,
deja que te goce
mi encanto novicio.

En mi astral vigilia
que tu amor se digne.
Darme la honra insigne
de hablarte en familia.

Permite que inciense
tu faz de magnesia,
mi amor ateniense
postrado en tu iglesia.

Mi fiel sacerdocio,
por tu azul parroquia,
rima y soliloquia
los versos del ocio;

que al pálido tedio
de tu luz inútil,
dan por intermedio
su música fútil.

Cuando en mi ventana
la honda madreselva
el rostro te envuelva
como a una sultana;

y tu prez excelsa
me entregues por premio,
cual lánguida Elsa
de mi amor bohemio;

captaré la clave
de tu eterna magia
que el amor presagia
con beleño suave.

Con ojeras lilas
tu hondo sortilegio
turba a las pupilas
del casto colegio.

La precoz alumna
que el amor desvela,
tu disco recela
tras de una columna.

Sé buena y otorga
tu gracia a su empeño.
Como astral pandorga
remonta su ensueño.

Que asaz te recuerde
sobre el clavicordio,
en lírico exordio
con su pisaverde.

Que haciendo a tu imagen
religiosa venia,
sus manos se cuajen
en luna y gardenia.

Y cuando sucumba
su virtud indemne,
la noche solemne
cávale por tumba.

Plenitud oblonga
de deidad adulta,
tu esplendor prolonga
con virtud oculta.

Cuando ancha y sanguínea
surges del abismo.
Trama un cataclismo
tu mágica línea.

El funesto buho
desde su ramaje
con lúgubre dúo
divulga tu ultraje.

La temprana alondra,
con pueril festejo,
en tu claro espejo
vibra y se atolondra;

Y en el lago, donde
la cigüeña ayuna,
el cisne es Vizconde
de la Blanca Luna.

Tu presencia obtiene.
deslumbrante y sola.
Como una gran bola
la risa del nene.

Vuelve el arte eximia
su vasta liturgia
con la noble alquimia
de tu metalurgia.

Y al mísero burgo
con su oca y su cabra,
en jaspe lo labra
tu oro taumaturgo.

Tu misericordia
seráfica, absorbe
en igual concordia
los pueblos del orbe.

Su cuño no cambia
tu libra esterlina,
ya sea en la China
o en la Senegambia.

Cuando en tai alta empresa
mi orgullo se esponje,
yo seré tu monje
si tú mi abadesa.

Por eso ante el vulgo
que te hace ludibrio
tu valor promulgo
con justo equilibrio.

Con versos sonoros
deja, pues, que adorne,
tu cuarto bicorne.
Tu cabal as de oros.

Luna, ya es la una,
sopla tu candil.
Escuálida luna,
mi luna de abril.





Delectación morosa

La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.

Surgió enorme la luna en la enramada;
las hojas agravaban su sigilo,
y una araña en la punta de su hilo,
tejía sobre el astro, hipnotizada.

Poblóse de murciélagos el combo
cielo, a manera de chinesco biombo;
tus rodillas exangües sobre el plinto

manifestaban la delicia inerte,
y a nuestros pies un río de jacinto
corría sin rumor hacia la muerte.





Díptico galante

I

París... El bosque... Tú... Tarde azulina,
que en actitud, por cierto muy francesa,
al amparo del haya más espesa
se empolva con un poco de neblina.

Frágil al beso que en falaz promesa
suena como un luis, engolosina
su boca demasiado purpurina
de morder la diabólica frambuesa.

En la pálida arena de las calles.
Trilla el sol que se va para Versalles
las aristas del rayo postrimero;

y brillando en tus breves escarpines,
te echa a los pies puñados de sequines,
como un sultán un poco rastacuero.

II

Versalles otoñal con sus pardillos,
y el agua que en el césped les gorgea;
y tú, evocando en señoril presea
las damas de lunares y tontillos.

Y los nobles castaños amarillos,
y aquella fuente en que, pueril ralea,
montados en sus cisnes de pelea
van flechando un tritón cuatro amorcillos.

Vestida «de carácter» por la luna,
te da el silencio atmósfera oportuna.
(Suspirante silencio de jardines,

donde al rumor del raso en que te ahuecas
sopla sentimentales hojas secas
una divagación de violines).





Divagación lunar

Si tengo la fortuna
de que con tu alma mi dolor se integre,
te diré entre melancólico y alegre
las singulares cosas de la luna.
Mientras el menguante exiguo
a cuyo noble encanto ayer amaste
aumenta su desgaste
de cequín antiguo,
quiero mezclar a tu champaña,
como un buen astrónomo teórico,
su luz, en sensación extraña
de jarabe hidroclórico.
Y cuando te envenene
la pálida mixtura,
como a cualquier romántica Eloísa o Irene,
tu espíritu de amable criatura
buscará una secreta higiene
en la pureza de mi desventura.

Amarilla y flacucha,
la luna cruza el azul pleno,
como una trucha
por un estanque sereno.
Y su luz ligera,
indefiniendo asaz tristes arcanos,
pone una mortuoria traslucidez de cera
en la gemela nieve de tus manos.

Cuando aún no estaba la luna, y afuera
como un corazón poético y sombrío
palpitaba el cielo de primavera,
la noche, sin ti, no era
más que un oscuro frío.
Perdida toda forma, entre tanta
obscuridad, era sólo un aroma;
y el arrullo amoroso ponía en tu garganta
una ronca dulzura de paloma.
en una puerilidad de tactos quedos,
la mirada perdida en una estrella,
me extravié en el roce de tus dedos.

Tu virtud fulminaba como una centella...
mas el conjuro de los ruegos vanos
te llevó al lance dulcemente inicuo,
y el coraje se te fue por las manos
como un poco de agua por un mármol oblicuo.

La luna fraternal, con su secreta
intimidad de encanto femenino,
al definirte hermosa te ha vuelto coqueta,
sutiliza tus maneras un complicado tino;
en la lunar presencia,
no hay ya ósculo que el labio al labio suelde;
y sólo tu seno de audaz incipiencia,
con generosidad rebelde,
continúa el ritmo de la dulce violencia.

Entre un recuerdo de Suiza
y la anécdota de un oportuno primo,
tu crueldad virginal se sutiliza;
y con sumisión postiza
te acurrucas en pérfido mimo,
como un gato que se hace una bola
en la cabal redondez de su cola.
Es tu ilusión suprema
de joven soñadora,
ser la joven mora
de un antiguo poema.
La joven cautiva que llora
llena de luna, de amor y de sistema.

La luna enemiga
que te sugiere tanta mala cosa,
y de mi brazo cordial te desliga,
pone un detalle trágico en tu intriga
de pequeño mamífero rosa.
Mas, al amoroso reclamo
de la tentación, en tu jardín alerta,
tu grácil juventud despierta
golosa de caricia y de «Yoteamo».
En el albaricoque
un tanto marchito de tu mejilla,
pone el amor un leve toque
de carmín, como una lucecilla.
Lucecilla que a medias con la luna
tu rostro excava en escultura inerte,
y con sugestión oportuna
de pronto nos advierte
no sé qué próximo estrago,
como el rizo anacrónico de un lago
anuncia a veces el soplo de la muerte.





El canto de la angustia

Yo andaba solo y callado
porque tú te hallabas lejos;
y aquella noche
te estaba escribiendo,
cuando por la casa desolada
arrastró el horror su trapo siniestro.

Brotó la idea ciertamente,
de los sombríos objetos:
el piano,
el tintero,
la borra de café en la taza.
Y mi traje negro.

Sutil como las alas del perfume
vino tu recuerdo.
Tus ojos de joven cordial y triste,
tus cabellos,
como un largo y suave pájaro
de silencio
(Los cabellos que resisten a la muerte
con la vida de la seda, en tanto misterio).
Tu boca
donde suspira
la sombra interior habitada por los sueños.
La garganta
donde veo
palpitar como un sollozo de sangre
la lenta vida en que te meces durmiendo.

Un vientecillo desolado,
más que soplar, titiritaba en soplo ligero.
Y entre tanto,
el silencio,
como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.

Caía de la inmensidad
inmemorial y eterno.
Adivínase afuera
un cielo,
peor que oscuro;
un angustioso cielo ceniciento.

Y de pronto, desde la puerta cerrada
me dio en la nuca un soplo trémulo.
Y conocí que era la cosa mala
de las casas solas y miré en blanco trecho,
diciéndome: «Es una absurda
superstición, un ridículo miedo».
Y miré la pared impávida,
y noté que afuera había parado el viento.

¡Oh aquel desamparo exterior y enorme
del silencio!
Aquel egoísmo de puertas cerradas
que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
a mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
de que no había nadie; pero nunca
¡oh nunca, habría mirado de miedo!
Del miedo horroroso
de quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
pululación de escalofrío eléctrico,
erizáronse de mi cabeza
los cabellos,
uno a uno los sentía,
y aquella vida extraña era otro tormento.

Y contemplaba mis manos
sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto.
Y noté que no sentía
mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña
que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces aquel grito
sentí que mi corazón muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en llanto benéfico.
Y que era un dolor de tu ausencia
lo que había soñado despierto.





El dolor de amar

Tú apaciguas mis horas batalladas,
con aquella suave tristeza
que es la nobleza
de las vidas elevadas.
Y en el misterio singular de tu suerte
—grave perfume de sombría flor—
la pureza de tu amor
te da el deseo de la muerte.

Más tocantes y más unidas,
nuestras almas se hallan así.
Morir y amar, ay de mí,
qué dos cosas tan parecidas
pero de lo terrestre que me aferra,
más y más tu candor se desiguala;
que la pureza, como el ala,
tiene por condición dejar la tierra.

Mi vida es esta deliciosa tortura:
quereres más mía cuanto eres más pura.
Constante anhelo,
que me obliga, en irremediable mal,
a vivir luchando con el cielo
para que no te lleve, como es natural.
pero me has dicho, contenta de sufrir
hasta las heces tu exquisito dolor,
que la seguridad del amor
es tu única razón de no morir.
Y así, en la angustia de las dichas inciertas
es la melancolía tu irreal aroma,
oh, palpitante paloma
de alas siempre entreabiertas...





El encanto de la noche

Por el serenado ambiente,
sombrío frescor se esparce.
La noche estrecha en su engarce
el ópalo del Poniente.

Con temerosa reserva
desata sus largos tules;
sus hondas huellas azules
aterciopelan la hierba.

Perfuman nobles jazmines,
y con la luna que asoma,
parece alzarse en su aroma
el ángel de los jardines.

Dilata el astro hacia el Este
su espejismo de laguna,
y en un abismo de luna
flota la calma celeste.

Vierte esa luz dulce pena;
y como un lirio tardío,
el alma se abre al rocío
de sed amorosa llena.

Cuanta blancura reposa
sobre la pradera en calma;
y en el sauce y en el alma
cuanta sombra misteriosa.

Lejos palpita una estrella;
y el silencio, grave y manso,
como un gran buey en descanso
profundamente resuella.

Vaga congoja desiste
en el alma enajenada,
y llora por ti... por nada...
porque así es la vida... triste...





El pescador de sirenas

Con el corazón y la cabeza
en incompatible matrimonio,
el buen pescador busca un testimonio
a sus frustrados sueños, en su propia tristeza.
Su poético desvarío,
dos años ha que refresca
en el desamparo azul del lago frío,
el injusto fracaso de tal pesca.

Es por la noche, cuando en éxtasis de blancura
el astro nocturno desciende macilento
como un témpano de luz por la hondura
líquida del firmamento.

A lo lejos canta un acueducto.
En consonancia con sus penas,
y si bien el anzuelo nunca le dá producto,
lo cierto es que ha visto las sirenas.

Bogan muy cerca de la superficie
blancas y fofas como enormes hongos,
o deformando en desconcertante molicie
sus cuerpos como vagos odres oblongos.

Surgen aquí y allá, suavemente sensuales.
Un sedeño vientre, un seno brusco,
qué bien pronto disuélvense en los hondos cristales
con fosfórica putrefacción de molusco.
Otras nadan más hondas,
en lenta congelación de camelias,
difluyendo con vagas sutilidades blondas,
cabelleras boreales de hipnóticas Ofelias.
Flotan en lo profundo como en una hamaca,
y la luna les pinta con su habitual ingenio,
bajo angustiosas órbitas de cara flaca,
azules párpados de proscenio.
Alguna que pasa
bajo un tembloroso suspiro de gasa,
con repentina oferta
en breve copo su cendal anuda,
para quedarse temblando desnuda
y al amoroso polen de la luna, entreabierta.
Sin saberse de dónde,
brota una gigantesca llenando el lago.
Pero, felizmente, luego se esconde
entre lactescencias de un ópalo vago.
Colmó la esmeralda umbría
de las nocturnas aguas, su anca gorda,
¡Cómo el lago no desborda
con tan enormes damas de la mitología!
en cambio hay más de una,
cuya desnudez, en volátil anemia,
no es más que un poco de luna
en la curva de un cristal de Bohemia.
Y otras son finas
como porcelanas art nouveau para regalo;
con un tembloroso halo
que bien pronto las funde en linfas opalinas.

Aunque cada noche hermosa
las ve nadar en el agua lenta.
Con el alma sedienta
como una arena amorosa,
el buen pescador tiene ideas bien grises.
En cuanto
a su proyecto tan próximo al desencanto;
y como ha seguido el método de Ulises,
nunca pudo oír el hechicero canto.

A veces bien quisiera ser su émulo
y deleitarse con las anfibias sopranos,
pero el terror de los antiguos arcanos
lo paraliza en un mutismo trémulo.

En tanto, ¿por qué extraña carambola,
a pesar de tanto desvelo,
el constante anzuelo
no ha podido pescar una sola?
en vano lo pregunta al seto,
a la espuma, a las ondas tersas
(Como es de estilo) nunca sabrá que su secreto
está ¡oh, lector! en las nubes diversas.

«Le bastaría mirar el firmamento...»
sí, pero incurre en la pertinacia
de no mirarlo. Esta es la gracia.
Y también la razón de su descontento.
«La bola de la luna, en acto tan sencillo»
«Fuera a su deplorable enojo»
«Como pedrada en ojo»
«De boticario...» ¡Abominable chascarrillo
que le causa grima y sonrojo!
«Las nubes se reflejan en el agua»
«Es así que hay nubes sobre ese estanque; luego...»
sin duda que de tal modo se fragua
un argumento enteramente griego;
mas, oh lector, concéntrate en ti mismo
y juzga de esas penas con tu alma fuerte:
si fuesen capaces del silogismo
¿Habría allá un pescador de tal suerte?...

Lo malo es que una noche de ideas más perplejas,
se destapa de pronto las orejas.
Oye, naturalmente, el canto maldito,
arrójase —homérida— al agua sinfónica,
y como dirá la crónica.
Pone fin a sus días sin dejar nada escrito

Por ello, al influjo de tan triste fortuna,
un llanto sublime sus mejillas tala.
Y su lánguido suspiro se aduna
al simétrico rizo que resbala
sobre el lago temblado suavemente de luna,
como un piano de cola por una leve escala.





El solterón

I

Largas brumas violetas
flotan sobre el río gris
y allá en las dársenas quietas
sueñan oscuras goletas
con un lejano país.

El arrabal solitario
tiene la noche a sus pies,
y tiembla su campanario
en el vapor visionario
de ese paisaje holandés.

El crepúsculo perplejo
entra a una alcoba glacial,
en cuyo empañado espejo
con soslayado reflejo
turba el agua del cristal.

El lecho blanco se hiela
junto al siniestro baúl,
y en su herrumbrada tachuela
envejece una acuarela
cuadrada de felpa azul.

En la percha del testero,
el crucificado frac
exhala un fenol severo,
y sobre el vasto tintero
piensa un busto de Balzac.

La brisa de las campañas,
con su aliento de clavel,
agita las telarañas
que son inmensas pestañas
del desusado cancel.

Allá por las nubes rosas
las golondrinas en pos
de invisibles mariposas
trazan letras misteriosas
como escribiendo un adiós.

En la alcoba solitaria,
sobre un raído sofá
de cretona centenaria,
junto a su estufa precaria
meditando un hombre está.

Tendido en postura inerte
masca su pipa de boj,
y en aquella calma advierte
¡qué cercana está la muerte
del silencio del reloj!

En su garganta reseca
gruñe una biliosa hez,
y bajo su frente hueca
la verdinegra jaqueca
maniobra un largo ajedrez.

¡Ni un gorjeo de alegrías!
¡Ni un clamor de tempestad!
Como en las cuevas sombrías,
en el fondo de sus días
bosteza la soledad.

Y con vértigos extraños,
en su confusa visión
de insípidos desengaños,
ve llegar los grandes años
con sus cargas de algodón.

II

A inverosímil distancia
se acongoja un violín
resucitando en la estancia
como una ancestral fragancia
del humo de aquel esplín.

Y el hombre piensa. Su vista
recuerda las rosas te
de un sombrero de modista..
el pañuelo de batista...
las peinetas... el corsé...

Y el duelo en la playa sola:
uno... dos... tres... Y el lucir
de la montada pistola...
y el son grave de la ola
convidando a bien morir.

Y al dar a la niña inquieta
la reconquistada flor
en la persiana discreta,
sintiose héroe y poeta
por la gracia del amor.

Epitalamios de flores
la dicha escribió a sus pies,
y las tardes de colores
supieron de esos amores
celestiales... Y después...

Ahora, una vaga espina
le punza en el corazón,
si su coqueta vecina
saca la breve botina
por los hierros del balcón;

Y si con voz pura y tersa,
la niña del arrabal
en su malicia perversa,
temas picantes conversa
con el canario jovial;

Surge aquel triste percance
de tragedia baladí;
la novia... la flor... el lance...
veinte años cuenta el romance,
Turgueniev tiene uno así.

¡Cuán triste era su mirada,
cuán luminosa su fe
y cuán leve su pisada!
¿Por qué la dejó olvidada?...
¡Si ya no sabe por qué!

III

En el desolado río
se agrisa el tono punzó
del crepúsculo sombrío,
como un imperial hastío
sobre un otoño de gro.

Y el hombre medita. Es ella
la visión triste que en un
remoto nimbo descuella;
es una ajada doncella
que le está aguardando aún.

Vago pavor le amilana,
y va a escribirla por fin
desde su informe nirvana...
La carta saldrá mañana
y en la carta irá un jazmín.

La pluma en sus dedos juega;
ya el peligro tiene el doblez;
y su alma en lo azul navega.
A los veinte años de brega
va a escribir tuyo otra vez.

No será trunca ni ambigua
su confidencia de amor
sobre la vitela exigua.
¡Si esa carta es muy antigua!
Ya está turbio el borrador.

Tendrá su deleite loco,
blancas sedas de amistad
para esconder su ígneo foco.
La gente reirá un poco
de esos novios de otra edad.

Ella, la anciana, en su leve
candor de virgen senil,
será un alabrastro breve.
Su aristocracia de nieve
nevará un tardío abril.

Sus canas, en paz suprema,
a la alcoba sororal
darán olor de alhucema,
y estará en la suave yema
del fino dedo el dedal.

Cuchicheará a ras del suelo
su enagua un vago frufrú,
¡y con qué afable consuelo
acogerá el terciopelo
su elegancia de bambú!

Así está el hombre soñando
en el aposento aquel,
y su sueño es dulce y blando;
mas la noche va llegando
y aún está blanco el papel.

Sobre su visión de aurora,
un tenebroso crespón
los contornos descolora,
pues la noche vencedora
se le ha entrado al corazón.

Y como enturbiada espuma,
una idea triste va
emergiendo de su bruma:
¡qué mohosa está la pluma!
¡La pluma no escribe ya!





La blanca soledad

Bajo la calma del sueño,
calma lunar, de luminosa seda,
la noche
como si fuera
el blando cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata
su cabellera
en prodigioso follaje
de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito,
rodado por las ruedas
de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella,
de lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la luna llena,
y el ansia tristísima de ser amado
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cámbiase en blanca piedra,
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.





La estrella del pescador

Con el lúcido temblor
de la lágrima al brotar,
aparece sobre el mar
la estrella del pescador.

Su desnudez sin un tul,
purifica al cielo inmenso,
que así la adora, suspenso
en un éxtasis azul;

mientras la tarde amorosa
templa su oro veraniego,
y en un suspiro de fuego
la absorbe como a una rosa.

El pausado mar del Este,
que a su rayo se nivela,
le alza, temblando en su estela,
larga mirada celeste;

o hinchando en son de huracán
sus olas occidentales,
le arroja randas y chales
con largueza de sultán.

Elevándose después,
más dulce alumbra la estrella,
y la noche, en torno de ella,
se azula como un ciprés.

Y agranda su claridad,
tan profunda y tan inmensa,
que parece que la piensa
su divina obscuridad.





La palmera

Al llegar la hora esperada
en que de amarla me muera,
que dejen una palmera
sobre mi tumba plantada.

Así cuando todo calle,
en el olvido disuelto,
recobrará el tronco esbelto
la elegancia de su talle.

En la copa, que su alteza
doble con melancolía,
se abatirá la sombría
dulzura de su cabeza.

Entregará con ternura
la flor, al viento sonoro,
el mismo reguero de oro
que dejaba su hermosura.

Como un suspiro al pasar,
palpitando entre las hojas,
murmurará mis congojas
la brisa crepuscular.

Y mi recuerdo ha de ser,
en su angustia sin reposo,
el pájaro misterioso
que vuelve al anochecer.





La última careta

La miseria se ríe con sórdida chuleta,
su perro lazarillo le regala un festín.
En sus funambulescos calzones va un poeta,
y en su casaca el huérfano que tiene por delfín.

El hambre es su pandero, la luna su peseta
y el tango vagabundo su padre nuestro. Crin
de león, la corona. Su baldada escopeta
de lansquenete impávido suda un fogoso hollín.

Va en dominó de harapos, zumba su copla irónica.
Por antifaz le presta su lienzo la Verónica.
Su cuerpo, de llagado, parece un huerto en flor.

Y bajo la ignominia de tan siniestra cáscara,
Cristo enseña a la noche su formidable máscara
de cabellos terribles, de sangre y de pavor.





Nocturno

Grave fue nuestro amor, y más callada
aquella noche frescamente umbría,
polvorosa de estrellas se ponía
cual la profundidad de una cascada.

Con la íntima dulzura del suceso
que abandonó mis labios tus sonrojos,
delirados de sombra ví tus ojos
en la embebida asiduidad del beso.

Y lo que en ellos se asomó a mi vida,
fue tu alma, hermana de mi desventura,
avecilla poética y oscura
que aleteaba en tus párpados rendida.





Salmo pluvial


Tormenta

Érase una caverna de agua sombría el cielo;
el trueno, a la distancia, rodaba su peñón;
y una remota brisa de conturbado vuelo,
se acidulaba en tenue frescura de limón.

Como caliente polen exhaló el campo seco
un relente de trébol lo que empezó a llover.
Bajo la lenta sombra, colgada en denso fleco,
se vio el caudal con vívidos azules florecer.

Una fulmínea verga rompió el aire al soslayo;
sobre la tierra atónita cruzó un pavor mortal;
y el firmamento entero se derrumbó en un rayo,
como un inmenso techo de hierro y de cristal.


Lluvia

Y un mimbreral vibrante fue el chubasco resuelto
que plantaba sus líquidas varillas al trasluz,
o en pajonales de agua se espesaba revuelto,
descerrajando al paso su pródigo arcabuz.

Saltó la alegre lluvia por taludes y cauces,
descolgó del tejado sonoro caracol;
y luego, allá a lo lejos, se desnudó en los sauces,
transparente y dorada bajo un rayo de sol.


Calma

Delicia de los árboles que abrevó el aguacero.
Delicia de los gárrulos raudales en desliz.
Cristalina delicia del trino del jilguero.
Delicia serenísima de la tarde feliz.


Plenitud

El cerro azul estaba fragante de romero,
y en los profundos campos silbaba la perdiz.





Tenis

Las chicas del tenis, en grupos parejos,
agracian de blanco la pradera verde
que flora en un polen de sol, y a lo lejos
en serenidades azules se pierde.

Graciosas como ellas, rubias margaritas,
de blanco se visten, como ellas también.
(Sabido es que entre ellas esas señoritas
se aclaran enigmas de amor y desdén.)

La risa que brota jovial y temprana,
en su abierta rosa parece encenderlas;
muerde en las mejillas su doble manzana,
y en los claros dientes graniza sus perlas.

Retoza la brisa que en ese gorjeo,
como frágil cinta de luz se cortó.
Desde la alameda grita el benteveo,
que, naturalmente, dice que las vio.

Llenos de luz de oro cual rojos estanques,
los cuadros prescriben destreza segura.
En la red palpitan gentiles arranques
de súbitas garzas que al vuelo captura.

En leve centella cruza la pelota
con tales arrojos de triunfo y de azar,
que más de un sensible corazón rebota,
y en la red se queda prendido al pasar.
 

 

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