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(Ciudad de México, 1925 - Tel Aviv, 1974)

 

 

Poemas de Rosario Castellanos


Agonía fuera del muro

Apuntes para una declaración de fe

Autorretrato

Economía doméstica

Kinsey Report

Lo cotidiano

Meditación en el umbral

Mirando a la Gioconda

Monólogo en la celda

Parábola de la inconstante

Poesía no eres tú

Ser de río sin peces

Telenovela





Agonía fuera del muro

Miro las herramientas,
el mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
sudan, paren , cohabitan.

El cuerpo de los hombres prensado por los días,
su noche de ronquido y de zarpazo
y las encrucijadas en que se reconocen.

Hay ceguera y el hambre los alumbra
y la necesidad, más dura que metales.

Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra
que todavía la especie no produce?)
los hombres roban, mienten,
como animal de presa olfatean, devoran
y disputan a otro la carroña.

Y cuando bailan, cuando se deslizan
o cuando burlan una ley o cuando
se envilecen, sonríen,
entornan levemente los párpados, contemplan
el vacío que se abre en sus entrañas
y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.

Yo soy de alguna orilla, de otra parte,
soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,
gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mi, hombre que haces el mundo,
déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren
de algo peor que vergüenza.
Yo muero de mirarte y no entender.





Apuntes para una declaración de fe

El mundo gime estéril como un hongo.
Es la hoja caduca y sin viento en otoño,
la uva pisoteada en el lagar del tiempo
pródiga en zumos agrios y letales.
Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,
esta nube exprimida y paralítica
y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.

La soledad trazó su paisaje de escombros.
La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.

Sin embargo, recuerdo...

En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
Era como un durazno o como una mejilla
y encerraba la dicha
como los labios encierran un beso.

Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba —eterno— frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola,
consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.

Pero alguien (ya no acierto
con la estructura inmensa de su nombre)
dijo entonces: «No es bueno
que la belleza esté desamparada»
y electrizó una célula.

En el principio —dice
esta capa geológica que toco—
era sólo la danza:
cintura de la gracia que congrega
juventudes y música en su torno.
En el principio era el movimiento.

Cada especie quería constatarse, saberse
y ensayaba las notas de su esencia:
la jirafa alargaba la garganta
para abrevar en nubes de limón.
Punzaba el aire en las avispas múltiples
y vertía chorritos de miel en cada herida
para que el equilibrio permaneciera invicto.

El ciervo competía con la brisa
y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol
trenzado de manzanas y serpientes.

Nadie lo confesaba, pero todos
estaban orgullosos de ser como juguetes
en las manos de un niño.

Redondeaban su sombra los planetas
y rebotaban locos de alegría
en las altas paredes del espacio
teñidas de antemano en un risueño azul.

No me explico por qué
fue indispensable que alguien inventara el reloj
y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,
la vida se fracciona en horas y en minutos
o se quiebra o se para.

La manzana cayó; pero no sobre un Newton
de fácil digestión,
sino sobre el atónito apetito de Adán.
(Se atragantó con ella como era natural).

¡Qué implacable fue Dios —ojo que atisba
a través de una hoja de parra ineficaz!
¡Cómo bajó el arcángel relumbrando
con una decidida espada de latón!

Tal vez no debería yo hablar de la serpiente
pero desde esa vez es un escalofrío
en la columna vertebral del universo.
Tal vez yo no debiera descubrirlo
pero fue el primer círculo vicioso
mordiéndose la cola.
Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia
si ella lo supiera.
Pero lo ignora todo reptando por el suelo,
dormitando en la siesta.

Ah, si se levantara
sin el auxilio de fakires indios
a contemplar su obra.
Aquí estaríamos todos:
la horda devastando la pradera,
dejando siempre a un lado el horizonte,
tratando de tachar la mañana remota,
de arrasar con la sal de nuestras lágrimas
el campo en que se alzaba el Paraíso.
Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.
El camino se queda señalado
—estatua tras estatua— por la mujer de Lot.
Queremos olvidar la leche que sorbimos
en las ubres de Dios.
Dios nos amamantaba en figura de loba
como a Rómulo y Remo, abandonados.

Abandonados siempre. ¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?
no importa. Nada más abandonados.
Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,
un miedo atroz, bestial, insobornable
y nos emborrachamos de palabras
o de risa o de angustia.

¡Qué cuidadosamente nos mentimos!
¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras
para hormiguear un rato bajo el sol!

No, yo no quiero hablar de nuestras noches
cuando nos retorcemos como papel al fuego.
Los espejos se inundan y rebasan de espanto
mirando estupefactos nuestros rostros.
Entonces queda limpio el esqueleto.
Nuestro cráneo reluce igual que una moneda
y nuestros ojos se hunden interminablemente.
Una caricia galvaniza los cadáveres:
sube y baja los dedos de sonido metálico
contando y recontando las costillas.
Encuentra siempre con que falta una
y vuelve a comenzar y a comenzar.

Engaño en este ciego desnudarse,
terror del ataúd escondido en el lecho,
del sudario extendido
y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.
¡No poder escapar del sueño que hace muecas
obscenas columpiándose en las lámparas!
es así como nacen nuestros hijos.
Parimos con dolor y con vergüenza,
cortamos el cordón umbilical aprisa
como quien se desprende de un fardo o de un castigo.

Es así como amamos y gozamos
y aún de este festín de gusanos hacemos
novelas pornográficas
o películas sólo para adultos.
Y nos regocijamos de estar en el secreto,
de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.

La serpiente debía tener manos
para frotarlas, una contra otra,
como un burgués rechoncho y satisfecho.
Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos
o bien para aplaudir o simplemente
para tener bastón y puro
y sombrero de paja como un dandy.
La serpiente debía tener manos
para decirle: estamos en tus manos.
Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Nos sorprende palpar un corazón en huelga
y unos sesos sin tapa saltarina
y un estómago inmune a los venenos.
El suicidio también pasó de moda
y no conviene dar un paso en falso
cuando mejor podemos deslizarnos.
¡Qué gracia de patines sobre el hielo!
¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!
¡Qué maquinaria exacta y aceitada!

Así nos deslizamos pulcramente
en los tés de las cinco —no en punto— de la tarde,
en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera
costumbre traducida del inglés.
Padecemos alergia por las rosas,
por los claros de luna, por los valses
y las declaraciones amorosas por carta.

A nadie se le ocurre morir tuberculoso
ni escalar los balcones ni suspirar en vano.
Ya no somos románticos.
Es la generación moderna y problemática
que toma coca-cola y que habla por teléfono
y que escribe poemas en el dorso de un cheque.
Somos la raza estrangulada por la inteligencia,
«La insuperable,
mundialmente famosa trapecista
que ejecuta sin mácula
triple salto mortal en el vacío».
(La inteligencia es una prostituta
que se vende por un poco de brillo
y que no sabe ya ruborizarse.)

Puede ser que algún día
invitemos a un habitante de Marte
para un fin de semana en nuestra casa.
Visitaría en Europa lo típico:
alguna ruina humeante
o algún pueblo afilando las garras y los dientes.
Alguna catedral mal ventilada,
invadida de moho y oro inútil
y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra».
Fotografiaría como experto turista
los vientres abultados de los niños enfermos,
las mujeres violadas en la guerra,
los viejos arrastrando en una carretilla
un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.
Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,
y las familias reales sordomudas e idiotas,
al hombre que trabaja rebosante de odio
y al que vende el horno de sus abuelos
a la heredera del millón de dólares.

Y luego le diríamos:
esto es solo la Europa de pandereta.
Detrás está la verdadera Europa:
la rica en frigoríficos —almacenes de estatuas
donde la luz de un cuadro se congela,
donde el verbo no puede hacerse carne.
Allí la vida yace entre algodones
y mira tristemente tras el cristal opaco
que la protege de corrientes de aire.
En estas vastas galerías de muertos,
de fantasmas reumáticos y polvo,
nos hinchamos de orgullo y de soberbia.

Los rascacielos ya los ha visto de lejos:
los colmenares rubios donde los hombres nacen,
trabajan, se enriquecen y se pudren
sin preguntarse nunca para qué todo esto,
sin indagar jamás como se viste el lirio
y sin arrepentirse de su contento estúpido.

Abandonemos ya tanto cansancio.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos
y busquemos la aurora
apasionadamente atentos a su signo.

Porque hay aún un continente verde
que imanta nuestras brújulas.
Un ancho acabamiento de pirámides
en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales
con ritmos milenarios y recientes
de quien lleva en los pies la sabia y el misterio.
Un cielo que las flechas desconocen
custodiado de mitos y piedras fulgurantes.
Hay enmarañamientos de raíces
y contorsión de troncos y confusión de ramas.
Hay elásticos pasos de jaguares
proyectados —silencio y terciopelo—
hacia el vuelo inasible de la garra.

Aquí parece que empezara el tiempo
en solo un remolino de animales y nubes,
de gigantescas hojas y relámpagos,
de bilingües entrañas desangradas.

Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida
corren vivificando las más altas orquídeas,
las más esclarecidas amapolas.
Se evaporan rugientes en los templos
ante la impenetrable pupila de obsidiana.
Brotan como una fuente repentina
al chasquido de un látigo.
Crecen en le abrazo enorme y doloroso
del cántaro de barro con el licor latino.

Río de sangre eterno y derramado
que deposita limos fecundos en la tierra.
Su caudal se nos pierde a veces en el mapa
y luego lo encontramos
—ocre y azul— rigiendo nuestro pulso.

Río de sangre, cinturón de fuego.
En las tierras que tiñe, en la selva multípara,
en el litoral bravo de mestiza
mellado de ciclones y tormentas,
en este continente que agoniza
bien podemos plantar una esperanza.





Autorretrato

Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece).

Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.

Amigas... hmmm... a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.

Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.





Economía doméstica

He aquí la regla de oro, el secreto del orden:
Tener un sitio para cada cosa
y tener
cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa.
Impecable anaquel el de los libros:
Un apartado para las novelas,
otro para el ensayo
y la poesía en todo lo demás.

Si abres una alacena huele a espliego
y no confundirás los manteles de lino
con los que se usan cotidianamente.
Y hay también la vajilla de la gran ocasión
y la otra que se usa, se rompe, se repone
y nunca está completa.
La ropa en su cajón correspondiente.

Y los muebles guardando las distancias
y la composición que los hace armoniosos.
Naturalmente que la superficie
(de lo que sea) está pulida y limpia.

Y es también natural
Que el polvo no se esconda en los rincones.
Pero hay algunas cosas
que provisionalmente coloqué aquí y allá
o que eché en el lugar de los trebejos.
Algunas cosas. Por ejemplo, un llanto
que no se lloró nunca;
una nostalgia de que me distraje,
un dolor, un dolor del que se borró el nombre,
un juramento no cumplido, un ansia.

Que se desvaneció como el perfume
de un frasco mal cerrado
y retazos de tiempo perdido en cualquier parte.
Esto me desazona. Siempre digo: mañana…
y luego olvido. Y muestro a las visitas,
orgullosa, una sala en la que resplandece
la regla de oro que me dio mi madre.





Kinsey Report

1

—¿Si soy casada? Sí. Esto quiere decir
que se levantó un acta en alguna oficina
y se volvió amarilla con el tiempo
y que hubo ceremonia en una iglesia
con padrinos y todo. Y el banquete
y la semana entera en Acapulco.

No, ya no puedo usar mi vestido de boda.
He subido de peso con los hijos,
con las preocupaciones. Ya ve usted, no faltan.

Con frecuencia, que puedo predecir,
mi marido hace uso de sus derechos o,
como él gusta llamarlo, paga el débito
conyugal. Y me da la espalda. Y ronca.
Yo me resisto siempre. Por decoro.
Pero, siempre también, cedo. Por obediencia.

No, no me gusta nada.
De cualquier modo no debería de gustarme
porque yo soy decente ¡y él es tan material!

Además, me preocupa otro embarazo.
Y esos jadeos fuertes y el chirrido
de los resortes de la cama pueden
despertar a los niños que no duermen después
hasta la madrugada.

2

Soltera, sí. Pero no virgen. Tuve
un primo a los trece años.

Él de catorce y no sabíamos nada.
Me asusté mucho. Fui con un doctor
que me dio algo y no hubo consecuencias.

Ahora soy mecanógrafa y algunas veces salgo
a pasear con amigos.
Al cine y a cenar. Y terminamos
la noche en un motel. Mi mamá no se entera.

Al principio me daba vergüenza, me humillaba
que los hombres me vieran de ese modo
después. Que me negaran
el derecho a negarme cuando no tenía ganas
porque me habían fichado como puta.

Y ni siquiera cobro. Y ni siquiera
puedo tener caprichos en la cama.
Son todos unos tales. ¿Qué que por qué lo hago?
Porque me siento sola. O me fastidio.

Porque ¿no lo ve usted? estoy envejeciendo.
Ya perdí la esperanza de casarme
y prefiero una que otra cicatriz
a tener la memoria como un cofre vacío.

3

Divorciada. Porque era tan mula como todos.
Conozco a muchos más. Por eso es que comparo.

De cuando en cuando echo una cana al aire
para no convertirme en una histérica.

Pero tengo que dar el buen ejemplo
a mis hijas. No quiero que su suerte
se parezca a la mía.

4

Tengo ofrecida a Dios esta abstinencia,
¡por caridad, no entremos en detalles!

A veces sueño. A veces despierto derramándome
y me cuesta un trabajo decirle al confesor
que, otra vez, he caído porque la carne es flaca.

Ya dejé de ir al cine. La oscuridad ayuda
y la aglomeración en los elevadores.

Creyeron que me iba a volver loca
pero me estaba atendiendo un médico. Masajes.

Y me siento mejor.

5

A los indispensables (como ellos se creen)
los puede usted echar a la basura,
como hicimos nosotras.

Mi amiga y yo nos entendemos bien.
Y la que manda es tierna, como compensación:;
así como también la que obedece
es coqueta y se toma sus revanchas.

Vamos a muchas fiestas, viajamos a menudo
y en el hotel pedimos
un solo cuarto y una sola cama.

Se burlan de nosotras pero también nosotras
nos burlarnos de ellos y quedamos a mano.

Cuando nos aburramos de estar solas
alguna de los dos irá a agenciarse un hijo.

¡No, no de esa manera! En el laboratorio
de la inseminación artificial.

6

Señorita. Sí, insisto. Señorita.

Soy joven. Dicen que no fea. Carácter
llevadero. Y un día
vendrá el Príncipe Azul, porque se lo he rogado
como un milagro a San Antonio. Entonces
vamos a ser felices. Enamorados siempre.

¡Qué importa la pobreza! Y si es borracho
lo quitaré del vicio. Si es mujeriego
yo voy a mantenerme siempre tan atractiva,
tan atenta a sus gustos, tan buena ama de casa,
tan prolífica madre
y tan extraordinaria cocinera,
que se volverá fiel como premio a mis méritos,
entre los que el mayor es la paciencia.

Lo mismo que mis padres y los de mi marido
celebraremos nuestras bodas de oro
con gran misa solemne.

No, no he tenido novio. No, ninguno
todavía. Mañana.





Lo cotidiano

Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.

Para el amor no hay tregua, amor. La noche
se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.





Meditación en el umbral

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.

Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Messalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.

Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.





Mirando a la Gioconda

(En el Museo del Louvre, naturalmente)

¿Te ríes de mi? Haces bien.
Si yo fuera Sor Juana
o la Malinche o, para no salirse del folklore,
alguna encarnación de la Güera Rodríguez
(como ves, los extremos, igual que Gide, me tocan)
me verías, quizá, como se ve
al espécimen representativo
de algún sector social de un país del Tercer Mundo.

Pero soy solamente una imbécil turista de a cuartilla,
de las que acuden a la agencia de viajes para que
les inventen un tour. Y monolingüe
¡para colmo! que viene a contemplarte.

Y tú sonríes, misteriosamente
como es tu obligación. Pero yo te interpreto.

Esa sonrisa es burla. Burla de mí y de todos
los que creemos que creemos que
la cultura es un líquido que se bebe en su fuente
un síntoma especial que se contrae
en ciertos sitios contagiosos, algo
que se adquiere por ósmosis.





Monólogo en la celda

Se olvidaron de mí, me dejaron aparte.
Y yo no sé quien soy
porque ninguno ha dicho mi nombre; porque nadie
me ha dado ser, mirándome.

Dentro de mí se pudre un acto, el único
que no conozco y no puedo cumplir
porque no basta a ello un par de manos.

(El otro es el espacio en que se siembra
o el aire en que se crece
o la piedra que hay que despedazar).

Pero solo... Y el cuerpo
que quisiera nacer en el abrazo,
que precisa medir su tamaño en la lucha
y desatar sus nudos
en un hijo, en la muerte compartida.

Pero solo... Golpeo una pared,
me estrello ante una puerta que no cede,
me escondo en el rincón
donde teje sus redes la locura.

¿Quién me ha enredado aquí? ¿Dónde se fueron todos?
¿Por qué no viene alguno a rescatarme?

Hace frío. Tengo hambre. Y ya casi no veo
de oscuridad y lágrimas.





Parábola de la inconstante

Antes cuando me hablaba de mí misma, decía:
si yo soy lo que soy
y dejo que en mi cuerpo, que en mis años
suceda ese proceso
que la semilla le permite al árbol
y la piedra a la estatua, seré la plenitud.

Y acaso era verdad. Una verdad.

Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra
a asirme a una pared como el enamorado
se ase del otro con sus juramentos.

Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida
en solidez de roble,
la rumorosa soledad, la sombra
hospitalaria y daba al caminante
- a su cuchillo agudo de memoria el testimonio fiel de mi corteza.

Mi actitud era a veces el reposo
y otras el arrebato,
la gracia o el furor, siempre los dos contrarios
prontos a aniquilarse
y a emerger de las ruinas del vencido.

Cada hora suplantaba a alguno; cada hora
me iba de algún mesón desmantelado
en el que no encontré ni una mala bujía
y en el que no me fue posible dejar nada.

Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos
para arrojar después, lejos de mi, el despojo.

Heme aquí, ya al final, y todavía
no sé qué cara le daré a la muerte.





Poesía no eres tú

Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.

Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.

El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.

El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama el oído del que escucha.

El otro. Con el otro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.





Ser de río sin peces

Ser de río sin peces, esto he sido.
Y revestida voy de espuma y hielo.
Ahogado y roto llevo todo el cielo
y el árbol se me entrega malherido.

A dos orillas del dolor uncido
va mi caudal a un mar de desconsuelo.
La garza de su estero es alto vuelo
y adiós y breve sol desvanecido.

Para morir sin canto, ciego, avanza
mordido de vacío y de añoranza.
Ay, pero a veces hondo y sosegado

se detiene bajo una sombra pura.
Se detiene y recibe la hermosura
con un leve temblor maravillado.





Telenovela

El sitio que dejó vacante Homero,
el centro que ocupaba Scherezada
(o antes de la invención del lenguaje, el lugar
en que se congregaba la gente de la tribu
para escuchar al fuego)
ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.

Los hermanos olvidan sus rencillas
y fraternizan en el mismo sofá; señora y sierva
declaran abolidas diferencias de clase
y ahora son algo más que iguales: cómplices.

La muchacha abandona
el balcón que le sirve de vitrina
para exhibir disponibilidades
y hasta el padre renuncia a la partida
de dominó y pospone
los otros vergonzantes merodeos nocturnos.

Porque aquí, en la pantalla, una enfermera
se enfrenta con la esposa frívola del doctor
y le dicta una cátedra
en que habla de moral profesional
y las interferencias de la vida privada.

Porque una viuda cosa hasta perder la vista
para costear el baile de su hija quinceañera
que se avergüenza de ella y de su sacrificio
y la hace figurar como una criada.

Porque una novia espera al que se fue;
porque una intrigante urde mentiras:
porque se falsifica un testamento;
porque una soltera da un mal paso
y no acierta a ocultar las consecuencias.

Pero también porque la debutante
ahuyenta a todos con su mal aliento.
Porque la lavandera entona una aleluya
en loor del poderoso detergente.
Porque el amor está garantizado
por un desodorante
y una marca especial de cigarrillos
y hay que brindar por él con alguna bebida
que nos hace felices y distintos.

Y hay que comprar, comprar, comprar, comprar.
Porque compra es sinónimo de orgasmo,
porque comprar es igual que beatitud,
porque el que compra se hace semejante a dioses.

No hay en ello herejía.
Porque en la concepción y en la creación del hombre
se usó como elemento la carencia.
Se hizo de él un ser menesteroso,
una criatura a la que le hace falta
lo grande y lo pequeño.

Y el secreto teológico, el murmullo
murmurado al oído del poeta,
la discusión del aula del filósofo
es ahora potestad del publicista.

Como dijimos antes no hay nada malo en ello.
Se está siguiendo un orden natural
y recurriendo a su canal idóneo.

Cuando el programa acaba
la reunión se disuelve.
Cada uno va a su cuarto
mascullando un —apenas— «buenas noches».

Y duerme. Y tiene hermosos sueños prefabricados.
 

 

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